viernes, 31 de mayo de 2013

Reflexiones sobre el arte dramático y la tendencia hacia la supresión del sentido.

Por: Antonio Mejia Ortiz

El tránsito que conduce hacia la creación de una obra puede ser expresada en tres momentos: prefiguración-configuración-reconfiguración;[1] entendidos como el contexto intelectual cultural e histórico-la disposición de dicho contexto, aplicado a la obra con un sentido específico-la conclusión que deviene de enfrentar nuestros horizontes con aquel horizonte que posee la obra misma. Sin embargo, las tendencias actuales en las artes escénicas, al intentar suprimir el drama -el cual entienden como ficción innecesaria en la confrontación con los hechos de la realidad-, eliminan la configuración del acto creativo y privan al espectador[2] del proceso de reconfiguración que conduce a una conciencia más amplia de sí mismo, de los otros y la existencia. Dicho proceso, que antiguamente se persiguiera en el trance ritual, tiene su traducción secular en el mundo contemporáneo a través de la suma de las formas del arte, no en la negación de éstas.
En principio, el teatro se construye a partir de las características básicas y universales del Ser, que son trascendentes a toda cualidad particular. Y se sustenta en una condición imperecedera y fundamental para el hombre: la alteridad; la capacidad de no ser únicamente distintos unos de otros, como objetos físicos, sino de podernos diferenciar en tanto que seres y expresar esta distinción para poder comunicar nuestro propio Ser y así encontrar, primero la unicidad; y segundo, la pluralidad:
La Cualidad humana de ser distinto no es lo mismo que la alteridad […] La alteridad es un aspecto importante de la pluralidad, la razón por la que todas nuestras definiciones son distinciones, por la que somos incapaces de decir que algo es sin distinguirlo de otra cosa. La alteridad en su forma más abstracta sólo se encuentra en la pura multiplicación de objetos orgánicos […] Pero sólo el hombre puede expresar esta distinción y distinguirse, y sólo él puede comunicar su propio yo y no simplemente algo […] En el hombre, la alteridad que comparte con todo lo que es, y la distinción, que comparte con todo lo vivo, se convierte en unicidad, y la pluralidad humana es la paradójica pluralidad de los seres únicos”.[3]
De allí que la negación del teatro, de la representación y de la escenificación (como objetos artísticos que intentan hacer una reinterpretación de los mecanismos de la vida por medio de una acción y un discurso), sea una falacia. Lo-que-es, no puede ser lo-que-no-es, así como no puede dejar de ser lo-que-es:
“El Ser{201} se entiende de lo que es accidentalmente o de lo que es en sí […] Ser, esto es, significan que una cosa es verdadera; no-ser, que no es verdadera, que es falsa, y esto se verifica en el caso de la afirmación como en el de la negación […].[4]
Hablar de “no-teatro”, “no-actor”, “no-representación”, es hablar de la eliminación impositiva, irracional y totalitaria del arte dramático. La “no-escenificación”, la “no-representación”, no es teatro, no es arte escénico, no es “teatralidad” como tal. Un “no-actor” puede ser un bailarín, un cantante o un transeúnte, pero esencialmente es una persona que no representa, lo que no implica que carezca de capacidad mimética. Sin embargo, construir un argumento -ensayado y elaborado premeditadamente- frente a un público, es inevitablemente actuar, interpretar o representar. Anteponer una negación a un concepto es, por lógica básica y sentido común, hablar de la ausencia de dicho concepto, de la supresión del concepto o del sentido del mismo. Por ejemplo, la exposición de la “no-luz”, no es mostrar un tipo diferente de luz o un “accidente” de la luz; esencial y fundamentalmente es la exposición de la ausencia de luz: la oscuridad.
El teatro es una iniciativa que hace una pregunta acerca de lo humano (de las posibilidades del ejercicio de la libertad) e intenta responderla. “Se constituye fundamental y básicamente de una acción y un discurso, aun cuando los actos se realicen a manera de discurso[5]. La ley de la conservación de la materia oley de Lomonósov-Lavoisier” dice que la materia no se crea ni se destruye únicamente se transforma, de allí que no se pueda hacer pasar por “no-luz” a la materia o la energía; son conceptos que se empatan y corresponden, pero sustancialmente distintos. Aunque en la ausencia de luz persiste la energía y/o la materia, eso que queda ya no es luz, es otra cosa. Hacer pasar el “no-teatro” y al “no-actor” como una forma vanguardista, distinta o superior del teatro o la actuación, es un embuste porque en esencia, el hecho se trata de un ser que representa por medio de la acción y el discurso, frente a un ser que asimila, recibe o especta. El “no-actor”, en todo caso, es el hombre que no representa por iniciativa sino por instinto mimético, espontanea e íntimamente; no tiene público ni ganancia económica por el hecho en sí, ni ha reconfigurado a priori una acción o un discurso. De cualquier forma, las propuestas que pretenden suprimir los conceptos medulares del teatro son siempre superficiales, sosas e incoherentes, porque finalmente no comunican, no quieren decir nada. Estas propuestas se basan, como antes he dicho, en la supresión del sentido. El “no-actor” que actúa es una contradicción, un sinsentido, que “hace como que no hace lo que hace”; así de obtuso como suena. Los trabajos que salen de las aulas universitarias en la mayoría de los talleres y laboratorios de “creación colectiva” en la Ciudad de México, generalmente no alcanzan la calidad necesaria para ser considerados como arte dramático; sin embargo, se exhiben de un festival a otro, donde se reparten premios a granel y a nadie parece importarle, ya no elevar el nivel de calidad, sino crear los medios para un asesoramiento real y significativo que guíe la voluntad de hacer de los jóvenes hacia los terrenos profesionales del arte y no los deje atascados en el limbo de lo amateur pero sobrepasados por una actitud pretenciosa.
En el mundo y la historia hay ejemplos suficientes de artistas que elaboraron espectáculos ricos en mensaje y emotividad, como Samuel Beckett, Luis Valdéz o la misma Pina Bausch en danza; como lo hace la compañía Theater PAN.OPTIKUM, James Thiérrée o el mismo Romeo Castellucci, entre muchos otros; con formas y sentidos diversos, pero el mismo principio: amalgamar un discurso con un efecto emotivo profundo, sirviéndose de la reflexión crítica pero también de la practicidad de los elementos espectaculares. Su apuesta no es hacia la supresión del sentido o el significado sino más bien hacia la multiplicidad del sentido, hacia la resignificación estética. Por lo anterior, es inaceptable que no existan las condiciones ni la voluntad de crear una industria que compita mundial y dignamente, que otorgue un horizonte sin líneas tendenciosas, personales o absurdas, a quienes realizan y están interesados en las artes escénicas.
El teatro como arte metaforiza los deseos vitales universales del ser humano en un espacio comunitario, mediante un lenguaje poético en un contexto simbólico. El teatro se hace de la resignificación de los signos y símbolos que conforman la realidad del hombre; esto por medio de la mimesis que denomina, a partir de Aristóteles, la imitación de la naturaleza como fin esencial del arte[6]. En tanto que la mimesis es un acto instintivo, inherente y connatural al hombre, que produce un aprendizaje significativo, a partir de la comprensión mitológica de un acontecimiento individual, general o concreto; la “Representación” implica además la iniciativa racional, reflexiva y consciente, de dicho suceso instintivo: la reconfiguración de una prefiguración, que es expresada mediante una acción y un discurso; y que está irremediablemente circunscrita a la trinidad conformada por el tiempo, el espacio y la acción. Dicha reconfiguración busca manifestar o hallar una Verdad, pero no sólo en el discurso explícito de la construcción escénica o del diálogo de o entre los personajes -que revela el sentido esencial de la obra-, sino que trata de empatar y vincular la noción de verdad individual con el presentimiento de una verdad universal para hacerla común a los seres humanos o ser destruidos en el intento, como sucede con los héroes en los mitos, cuyo equivalente moderno se encuentra actualizado en el artista. Para tal fin utiliza lenguajes de otros saberes (artísticos o de otras áreas del conocimiento), y se vale de sus particularidades para conformar el espectáculo teatral que genera una comunicación estética que a su vez permite la renovación de normas convenidas, la destrucción de convenciones obsoletas y la creación de nuevas formas de lo erótico, tanático y psicológico, alcanzando niveles comunicativos conscientes e inconscientes.
El teatro es también un fenómeno de relaciones, de interacción e interrelación entre las partes y el todo: entre la figura y la forma; entre quien representa, la representación y lo representado; entre el creador, el objeto artístico y el público. En el acontecer escénico, el tiempo, el espacio y la acción dramática están ficcionados, es decir, son llevados al tiempo mítico o metahistórico donde el espectador confronta simbólicamente los estímulos que percibe con la evocación o expresión de su historia personal[7]. Distinto por ejemplo, de lo que en México se conoce como performance o “teatralidades expandidas” en el cuales no hay ficción, ni convención (aparentemente) y se utilizan los elementos del contexto histórico en que se encuentra el espectador para generar una comprensión del presente a través de múltiples conexiones con el exterior, (que) tienen sentido en la medida en que han roto con el esquema obra-director-público.[8] Sin embargo, dicho esquema no se rompe, únicamente ocurre una sustitución ideológica ya que las relaciones de poder siguen siendo las mismas; basta con acercarse a sus dinámicas de trabajo para ver que hay un público específico al que se dirigen, una configuración del contexto y un tercer ojo que rige desde su corriente de pensamiento o poética.
Por su parte, el teatro se proyecta más allá de sus lindes, rompe la temporalidad del hombre que es finitud y nos lleva a la dimensión donde el tiempo se disuelve; nos sumerge en el espacio infinito de la resignificación y allí lo aparente, lo concreto y lo abstracto, se rediseñan en un diálogo hermenéutico de comunicación, relación, afirmación y contraposición de horizontes que suceden en el devenir del acontecimiento escénico entre el creador, la creación y la presencia activa del espectador que proviene de una percepción que nunca es pasiva, es decir, que su participación precisamente como ser que “especta” forma parte de ambos procesos a un mismo tiempo y genera la condición de “empatía”[9] necesaria para componer el espacio escénico donde se desarrolla el espectáculo; siendo distinto del objeto artístico en sí, se encuentra indisolublemente ligado a éste en su fin primordial: conmover.
“El espacio escénico o visual abarca la sala y la escena y los dilemas comienzan cuando la percepción revela al sujeto que no es lo que ve sino lo que evoca o expresa su historia personal. Lo que percibo no es una proposición, ni una frase ni un hecho sólo una imagen que es inteligible…
Esta declaración es abstracta, pero lo que veo es concreto. Hago una abducción o conjetura o una hipótesis siempre que expreso lo que veo…
En definitiva, siempre todos los canales participan, se inmiscuyen, se suplantan, se interfieren en las artes performativas.
La variedad de miradas sobre la escena no muestra un enfoque teórico totalizador sino un tenaz reconocimiento de cargas semánticas…[10] 
El objeto artístico y el espectador, aun cuando conservan su individualidad, su identidad y su materialidad, a nivel subconsciente forman una misma entidad, un mismo acontecimiento. Uno es reflejo del otro. Uno es necesario para el otro. De allí que los roles activos y pasivos se encuentren fluctuando entre la escenificación y el público, independientemente de la tendencia o estilo mediante el cual se configure el espectáculo, el accionar escénico o la teatralidad. Así, cada acontecimiento escénico es una multiplicidad de acontecimientos, debido a la percepción del receptor con el que se confronta la obra y la propia naturaleza efímera del teatro. También, la obra en sí misma es distinta a causa de la naturaleza de su hechura la cual se constituye cada vez desde la virtualidad de la idea hasta su conclusión en el proceso reflexivo del espectador.
La naturaleza del teatro es catártica, conduce hacia la iluminación, la reflexión, la razón, por medio de un trance emotivo lúcido y consciente que, independiente de los roles que se propongan, invita al público a participar del proceso Experiencia-Reflexión-Conciencia; de esa manera el espectador cierra el círculo de lo cognoscible (concentración de la atención en un acontecimiento), lo simbólico (resignificación compartida de una idea) y lo técnico (convención escénica), de la representación dramática. Respecto a la participación físicamente activa dentro del acontecimiento teatral (actores, iluminadores, sonorizadores, público, etc.), cuando se habla de energía, no tiene nada que ver con características sobrenaturales o fantásticas; el concepto se refiere al proceso creativo que lleva la conciencia de retorno a la experimentación a partir de la abstracción. Sólo así, queda completo el acontecimiento de reconfiguración simbólica que es un fenómeno universal de experiencia y consciencia, que va del objeto artístico (la escenificación, el espectáculo) al espectador y a partir de éste influye en la vida para volver al artista y desdoblarse en una nueva creación individual.
Siendo tal proceso exclusivamente humano, no se detiene en el plano instintivo; la particularidad del teatro es que, por su sentido de comunión, no sólo se trata de un objeto artístico al que hay que contemplar y sobre el que hay que volcar una emoción o una reflexión personal, sino que, uno: el objeto artístico no sólo es el objeto en sí, es decir, el objeto artístico no es la mera escenificación, no son los elementos que conforman un montaje o puesta en escena; en el teatro, el objeto artístico es la entidad conformada por el proceso que incluye la acción (multisensorialidad que genera la emoción) y la reflexión y consciencia de la existencia; dos: dicho acontecimiento sucede en distintos niveles (inconsciente, consciente, subconsciente; físico, psicológico, mental, espiritual, metafísico; simbólico, alegórico, poético, meramente lingüístico; etc.), y en diversos   sentidos (erótico, tanático, psicológico: trágico, cómico, fársico, melodramático, tragicómico, didáctico, patético;.). Así, ocurre al mismo tiempo en el creador, el evento y el espectador; de allí que al cerrar el acontecimiento ninguno de los tres vuelve a ser igual, como en el mito del viaje: El que se va, nunca vuelve. O para decirlo de otra forma: el creador nunca será el mismo de una obra a otra; el acontecimiento dramático nunca será el mismo de una presentación a otra; y el espectador aunque vea la misma obra en mil ocasiones distintas, participará cada vez de un diferente acontecimiento dramático (esto que es común a todo el cosmos desde la visión de la Física como ciencia, se vuelve una cualidad particular del teatro porque éste intenta ser el reflejo de dicho acontecimiento natural por medio de una intencionalidad al momento de crear el objeto artístico). Y, tres: es un arte que exige la participación desde una comunicación comunitaria y que tiene un aspecto ritual secular que cumple una función social como ente catalizador y catártico de las esencias humanas; de allí que obras como Edipo de Sófocles sigan comunicándonos algo acerca de -y relacionándose con- la naturaleza de las tendencias de carácter que compartimos como seres humanos. La importancia de la literatura dramática, a pesar de la deficiente representación de un texto, radica en que logra transmitir su poder únicamente con el alcance de la palabra, como sucede en la mayoría de los casos cuando se escenifica a los clásicos. Así, podemos ver a Hamlet convertido al género femenino o Macbeth dentro de una oficina o versiones post-apocalípticas y pseudo anárquicas de Antígona, casos en los cuales el texto dramático se sostiene a pesar de los ineficaces e incongruentes elementos del contexto histórico que se utilizan pretendiendo así generar en el espectador una comprensión del presente a través de conexiones con el exterior. De manera similar, podemos encontrar en las teatralidades expandidas la supresión de las características teatrales ponderando el panfleto político y social, negándose a aceptar que el teatro no es “un hecho social sino artístico el cual no debe atender una demanda social pero si es una necesidad social”[11].
Tal vez a causa de charlatanes y espectadores pusilánimes, pienso en ciertas vertientes de las artes escénicas como un intento de elevar el léxico ordinario a un lenguaje artístico. Desde mi perspectiva, es tanto como asegurar que las expresiones que utilizamos de manera corriente son poesía. Aunque cada frase o palabra, por ordinarias que sean, son susceptibles de adquirir un sentido poético, no son poéticas por sí mismas; ni se es poeta sólo por utilizarlas en un contexto supuestamente artístico, ya que al arte le es inherente un proceso de resignificación, que es una abstracción de la experiencia y representación del mundo de la vida. Esta abstracción que nos muestra y confronta con las formas espirituales, sociales y universales del hombre en su experiencia del existir y el percibir la realidad, es la materia de trabajo del artista; dando como resultado la obra de arte. El artista se confronta con la realidad que está más allá de la relatividad moral particular. La obra artística tiene la función de comunicar al otro los resultados de la búsqueda íntima y descarnada de la Verdad ulterior, desconocida e inapropiable, pero presentida, que nos relaciona con el otro. El artista y su obra siempre habrán de comunicar, en el sentido en el que hablaba Tomás Segovia: “como aquello que está implícito por cómo y cuándo sucede, por contacto o contexto con lo que le rodea, que se encuentra dentro el lenguaje y que desencadena reacciones fuera[12].
En México -sobre todo en el teatro universitario profesional y estudiantil-, ha permeado la falsa idea de que el acontecimiento teatral es un acto de erudición despersonalizada, de intelectualismo déspota, donde la comunicación no sólo está fracturada, sino que está prohibida. Las obras universitarias están plagadas de ejercicios escénicos y parafernalias muy costosas que dan la sensación plástica de dinamismo, pero que son pobres en sentido, como si los “creadores” no supieran diferenciar entre las posibilidades de un ensayo y las de un espacio escénico. Esto en gran medida propiciado por una formación académica muy limitada respecto a los diversos aspectos del oficio teatral. La forma de atacar los conceptos o las propuestas no sucede desde la interrelación individual -como ser humano- del artista con la existencia; ni siquiera a partir de la relación del artista como ser social o histórico, más bien, a partir de formalismos sin contenido, desde un  enciclopedismo moralista que insiste en proponer un arte para nadie y que coloca al artista en el puesto de predicador del discurso vanguardista de moda, que repite locuciones sin posibilidad de cuestionamiento a través de un vacuo automatismo plagado de panfletos e ideologías sensibleras a la orden de los especuladores del mercado cuya ideología apunta hacia la supresión del sentido.
Asimismo, especialmente desde J. Grotowski, se considera que la eliminación de elementos espectaculares propios del arte escénico a través de la historia como los principios de la perspectiva escenográfica, el diseño sonoro, de iluminación o vestuario entre otros (explotados por el llamado “teatro comercial”), son el medio para crear un teatro “más artístico”. Parece que la utilización de dichos elementos es sacrilegio y cualquiera que eche mano de ellos está vetado o excomulgado del “Olimpo dramático” donde perduran las “miradas descentradas, deconstruídas e ilustradas”, que representan el intelectualismo teatral esnob. En su lugar, la espectacularidad performativa proviene de la irresponsable exposición de los actores a situaciones que ponen en riesgo su integridad personal, en aras de un discurso insustancial y presuntuoso argumentado de “orgánico”; confundiendo lo verídico (la convención establecida; discurso de la abstracción) con lo genuino; lo genuino (aquella abstracción que tiene su referente directo en la realidad concreta) con lo verdadero; y, lo verdadero (la experiencia fenomenológica de la realidad concreta) con lo verídico.
Otro caso es el de las producciones millonarias que presentan armatostes rimbombantes, aunque nada prácticos pues no tienen ni generan relación alguna con la obra, el espectador o el discurso (argumento); que aportan poco al acontecimiento dramático y que únicamente sirven para el lucimiento personal. También están las obras de teatro que no logran sobrepasar la literalidad del texto y, por el contrario, exhiben las amorfas percepciones personales de sus directores que, desesperados por ser catalogados como “auténticos” (auténticos posmodernos, posmodernos auténticos o legítimos auténticos posdramáticos), mezclan referentes, distorsionan argumentos y tergiversan obras dramáticas en una maniática actitud deconstructivista. Así, lo único claro es que el teatro en México, específicamente en la Ciudad de México -ahora más que nunca- necesita de la literatura dramática, del estudio serio de la teoría dramática y la estética de la representación. Mientras tanto, estos grupos, compañías y creadores escénicos siguen recibiendo presupuestos importantes y foros significativos por un trabajo que no sólo queda incompleto, sino que además no tiene intenciones de llegar a un fin; van a través de los financiamientos y las becas tratando al objeto artístico como objeto de estudio de una “ciencia dura”, pero al terminar el tiempo de ejercicio y experimentación, nadie les exige los resultados de su tesis o “búsqueda”. Con la tentativa de llegar a la especialización y crear una vanguardia suscitan la ambigüedad, la impostación y lo que en teatro se conoce como: ilustrar la escena; generan el engaño, la mentira y la estafa. Lo que se desprende de estos supuestos actos de “verdad escénica”, que intentan eliminar las fronteras entre presentación y representación, es una hipócrita, vulgar, sobreactuada, melodramática y cursi intentona de hacer pasar por universal, una inquietud personal superflua; de hacer pasar por teatro culto o de culto, una pobre representación carente de imaginación e inspiración. De esta forma engañan y manipulan tanto al público interesado en propuestas novedosas y ávido de arte teatral, como a las jóvenes generaciones de estudiantes.
Se intenta sostener una tendencia a través de ideas absurdas y francamente ridículas como el “no-teatro”, “el no-actor” o la supresión de las características del drama y la literatura, por ejemplo; fraudes patrocinados por las instituciones oficiales que, durante años y bajo el pretexto de que las artes escénicas son un “organismo vivo” que tiene un “proceso activo” que intenta romper con los conceptos básicos de la muy devaluada tradición teatral, no presentan obras como tal sino “working progress” o ineficaces ejercicios pobremente sustentados en la sociología, el periodismo y las prácticas documentales; como si las obras de Arthur Miller, Ibsen o Usigli, por poner algunos ejemplos, no tuvieran la cualidad de actualizar su sentido y ya sólo fueran palabras muertas sin ninguna posibilidad de comunicarse ni relacionarse con los hombres y mujeres contemporáneos o del futuro.
Los planteamientos antes mencionados pretenden explicar el tránsito prefiguración-configuración-reconfiguración, que conduce hacia la creación y experimentación de un acontecimiento escénico en su calidad de comunicación, comunión, empatía y mimesis, que forman parte tanto del creador como del espectador y que explotan en la acción escénica y el discurso, dada la condición de pluralidad para relacionarse con lo que hay de igualdad y distinción entre seres humanos. No es otra cosa el teatro, sino la reconfiguración de dicho principio vital:
“La pluralidad humana, básica condición tanto de la acción como del discurso, tienen el doble carácter de igualdad y distinción. Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y prever el para el futuro las necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso ni la acción para entenderse. Signos y sonidos bastarían para comunicar las necesidades inmediatas e idénticas”[13].
Con todo, el tiempo siempre sitúa las cosas en su lugar y aquellos falsarios que tienden a la supresión y la negación, cualquiera que sea la disciplina artística, serán suprimidos por la historia; y aquellos creadores que se preocupan y tienen respeto por su labor, por el público y en este caso, por el teatro, no sólo habrán de ser apariencia, sino presencia vital en la conciencia humana como sujetos formadores de sentido.





[1] Paul Ricoeur, Tiempo y narración (México: Siglo XXI, 1995):
Mimesis I.- Prefiguración. Estructura pre-narrativa de la acción.
Mimesis II.- Configuración. Texto mimético
Mimesis III.- Refiguración. Configuración mimética de la experiencia

[2] N. A. Explico a qué me refiero cuando hablo de “Espectador” y “Espectar”, términos que utilizaré en adelante:
Espectador: persona que participa de un acontecimiento cualquiera, en forma sensitiva, emocional, racional, psíquica, en un estado de comunión que establece con los actantes -mediante el proceso hermenéutico de preinterpretacion, interpretacion y resignificación del fenómeno social- que deviene en conciencia con una amplitud del sentido de Verdad del Mundo de la vida (hechos, valores, vivencias) en su accionar cotidiano. En este orden de ideas, lleva en sí la carga simbólica del héroe y en ese mismo sentido es un artista, de allí que su participación nunca sea realmente pasiva.
Espectar es el trance lúcido y consciente que implica el enfrentamiento de horizontes hermenéuticos para apropiarse de saberes que rediseñen los significados y actualicen los sentidos fenomenológicos del Mundo de la vida.
[3] Hannah Arendt. La condición humana (Paidós Surcos 15. España 2005), 206.
[4] Patricio de Azcaráte, Obras de Aristóteles (Madrid 1875, tomo 10), 162-164.
[5] Ibídem, 208.
[6] Diccionario de la Lengua española Online, http://www.rae.es/
[7] Ana Goutman, La semiótica visual en las artes performativas: danza y teatro (10º Congreso de la Asociación Internacional de Semiótica visual. AISV-IAVS, 2012. Buenos Aires Argentina).
[8] Rubén Ortiz, en “Teatralidades expandidas” por Carlos Rodríguez (La Tempestad. Artes escénicas, 20 de enero de 2016), http://latempestad.mx/
[9] Stanford Encyclopedia of Philosophy, “empathy”, plato.stanford.edu.(31 de marzo de 2008): A partir del gr. ἐμπάθεια “empátheia”. La capacidad cognitiva de percibir, en un contexto común, lo que otro ser puede sentir. También descrita como un sentimiento de participación afectiva de una persona en la realidad que afecta a otra.
[10] Ana Goutman, La semiótica visual en las artes performativas: danza y teatro (10º Congreso de la Asociación Internacional de Semiótica visual. AISV-IAVS, 2012. Buenos Aires Argentina).
[11] Fernando Martínez Monroy, “Vive la Cultura Tampico” (26 marzo, 2013).
[12] Tomás Segovia, “Profesión de fe”, Revista de la Universidad de México [en línea], (No. 48, febrero 2008), http://www.revistadelauniversidad.unam.mx, (Consultado en 2012).
[13] Hannah Arendt, La condición humana (Paidós, Surcos 15. España 2005) 205.

lunes, 20 de mayo de 2013

Apuntes Críticos a las Obras presentadas en LA TEMPORADA TEATRAL DE PRIMAVERA 2013


EDITORIAL


Recién habíamos entrado a la Licenciatura y estábamos ávidos no sólo de conocimiento sino de experimentar, crear y arrojarnos a las profundidades del fenómeno teatral. Desconocíamos entonces que el Teatro, como todo en esta vida -por lo menos en México-, se trata más de relaciones que netamente de vocación artística; y asimismo, que  la escena mexicana tiene su lado “B” o espacio marginal, donde se encuentran todos aquellos seres de carácter oscuro y terrible que parecen, como decían nuestros padres: “estar en contra de todo y a favor de nada”. Triste o satisfactoriamente, nosotros formábamos parte de ellos y aunque un poco insolentes, la conciencia de la propia ignorancia, que fuimos adquiriendo conforme nos dábamos a pensar con mayor intensidad en el acontecimiento escénico, siempre nos devolvió a la tierra. Así hemos tratado de llegar a la medula del arte dramático, según nuestra propia concepción del Teatro; pero así también, nos ganamos la desconfianza de profesores acostumbrados a las muchedumbres idólatras y la antipatía de aquellos personajes propositivos, que habiendo nacido en el lado “A” de la vida, han tenido las puertas del quehacer profesional no sólo abiertas sino preparadas para su llegada. Pasado el tiempo sucedió que la colectividad se partió en tres: desgraciados, privilegiados y exiliados; así, quienes estaban destinados a perecer en el camino sucumbieron a su nefasto destino; aquellos agraciados que también, aunque en sentido completamente contrario, estaban destinados al éxito, llegaron a él, independientemente de las actitudes, barbaridades o limitaciones artísticas. Y finalmente, aquellos pocos que íbamos por el filo de la navaja sin partirnos pero sin salvarnos, seguimos resistiendo la agonía de un destierro de los escenarios que nos obligaría a pensar el Teatro sin poder estar nunca en él.

Era la década de los 90´s y más allá de las circunstancias, florecía un ambiente creativo, y en todos (desgraciados, privilegiados y exiliados), había hambre de exploración, respeto por el aspecto sagrado de la escena y consciencia de lo trascendental del acontecimiento dramático. No diremos que fueron bellas épocas porque no fue así, al menos no para nosotros que íbamos aprehendiendo el Teatro a tumbos y tropezones, pero  a no ser que la nostalgia nos traicione, las muestras internas de aquellos años (cuya persistencia se la debemos en gran medida al Mtro. Lech Hellwig-Górzynski) eran interesantes ejemplos de reflexiones dramáticas en la búsqueda de una voz personal, donde lo mismo se podía encontrar atractivas representaciones que iban desde Esquilo y Rodolfo Usigli hasta Heiner Müller, pasando por distintos géneros y propuestas, unas más afortunadas que otras; sin embargo, se notaba la preocupación por la eficacia y el compromiso artístico. Ejemplo de ello fue Escorial de Michel de Ghelderode, bajo la dirección de Abril Alcaraz o Me llega una carta, de Rodrigo García bajo la Adaptación y Dirección de Natalia Cament, la cual obtuvo varios reconocimientos internacionales. Aun cuando el tratamiento y el estilo no fueron de nuestro completo agrado, era de celebrarse el trabajo detallado y minucioso en todos los elementos que intervienen en una escenificación, comenzando por el análisis correcto del texto dramático y culminando con la creación de una atmósfera multisensorial completa que atrapaba totalmente la atención del espectador, generando así lo que conocemos pero pocas veces experimentamos: el hecho escénico, el acontecimiento dramático, el fenómeno teatral. Dicho trabajo podía (y lo hizo) competir con cualquier representación profesional, nacional y extranjera, y salir victoriosa.

Pero como diría Jaime Gil de Biedma “ha pasado el tiempo y la verdad triste asoma…”, ahora nos encontramos con generaciones a las cuales les falta imaginación y les sobra protagonismo. Generaciones que confunden el espacio vacío donde se engendra la creación, con el caos, con la relatividad de la palabra o la informe libertad absoluta; que confunden la expresividad escénica con los ejercicios de entrenamiento de la expresividad escénica; que en la mezcla mal conocida de corrientes y estilos, en la ambigüedad de una moda que retoma el posmodernismo y el pensamiento de las vanguardias artísticas del S. XX, estudian teatro para negar el teatro y exigen caprichosamente los secretos del drama para negar el drama. ¿Qué es lo que ocasiona este retroceso o al menos este estancamiento que lleva casi diez años? ¿Qué hace la diferencia entre una generación y otra cuando las deficiencias y las carencias padecidas son las mismas: instalaciones miserables, trabajadores caprichosos y poco productivos, cátedras repetitivas, ineficientes o poco significativas para un fin concreto; un inexistente régimen específico que prepare intelectual, física y en general, vitalmente al estudiante; la nula creación de cuadros profesionales que vinculen a las generaciones con el trabajo profesional, entre muchas otras cosas?

No podríamos atrevernos a decir que lo sabemos o que lo intuimos siquiera, sin embargo, en nuestra reciente experiencia con los jóvenes estudiantes que presentan sus trabajos, pareciera que “la libertad creativa” que propicia el recientemente aprobado plan de estudios, con la creación de los Laboratorios o los TICAS, ocasiona una imposibilidad de cuestionar los motivos y las formas que se le ocurren a los insipientes directores de escena; al mismo tiempo parece que al no haber un momento para el punto de vista crítico (ya que el público que asiste a las temporadas del CLDyT no es ni siquiera aficionado al teatro), se genera un desentendimiento, es decir, una irresponsabilidad por parte de la Institución -que involucra trabajadores, autoridades, profesores y estudiantes-, acerca de los mecanismos y fines de los resultados presentados; esto por necesidad obliga a demeritar la autocrítica y dejar que las cosas ocurran como y desde donde puedan transcurrir, provocando lo que según nuestra percepción del teatro no debe suceder en la construcción de la maquinaria teatral, no al menos como regla: la indiferencia. Es por esto que ahora nos damos a la tarea, para contribuir con un granito de arena desde este destierro al que nos hemos resignado, de hacer una crítica con el propósito de ayudar a los estudiantes a nutrir su conciencia del fenómeno teatral. Con la libertad del loco y sabiendo que es muy probable que todo caiga en oídos sordos, desde lo profundos o ingenuos que puedan ser nuestros planteamientos y dada nuestra condiciones de seres de teatro exiliados del mismo, habremos de expresar nuestras ideas sin concesiones pero sin dolo. En esta ocasión hablaremos acerca de las obras presentadas en la Temporada Teatral de Primavera 2013 del Colegio de Literatura Dramática y Teatro: 23.344 de Lautaro Vilo, Dirigida por Gustavo Beltrán Méndez; LA MUERTE DE CALIBÁN (CANCIÓN POPULAR) de Magda Fertacz, Dirigida por Alejandra Itzel Aguilar Domínguez; CUARTETO PARA CUATRO ACTORES de Boguslaw Schaeffer, Dirigida por Efraín Pérez Álvarez; y, UN RICO, TRES POBRES de Louis Calaferte, Co-Dirigida por Aurora Gómez Meza e Isabel Yurai Terán Ibarra. Esperamos que la palabra, tan demeritada últimamente, sea provechosa para los trabajos realizados, los que están en proceso y los que están por nacer; asimismo, que valga para todos: privilegiados, desgraciados y exiliados del Teatro.





ATENTAMENTE
El Club de los Espíritus Sangrantes

Diego Henestrosa
Adrián Ledesma Rodríguez
Israel Antonio Mejía Ortiz
Doménica R. Castellanos



Ciudad Universitaria
México, D. F., a 20 de mayo de 2013


LA MUERTE DE CALIBÁN (Canción popular), de Magda Fertacz


FICHA TÉCNICA:
Dirección: Alejandra Aguilar Domínguez
Asistente de dirección y traspunte: Talía Yael Rodríguez
Dramaturgista: Valeria López
Producción ejecutiva: Carolina Berrocal
Relaciones públicas: Aldo Raymundo Martínez
Difusión: Valeria López y Carolina Berrocal
Diseño gráfico y escenografía: Cynthia Herrera
Vestuario: Andrea Pacheco
Diseño de iluminación: Jesús Núñez
Equipo técnico: Tanía Jessica Vázquez, Alicia Méndez, Mauricio Baylón, Alejandro Moreno y Humberto Trejo.
Patrocinador: CODY-ADYELEC
ELENCO: Los de aquí: Rogelio Lobatón (BUENO), Héctor Sandoval (ARTISTA, Andrea Pacheco (MUJER), L. Alfredo Cruz (HOMBRE), L. Ángel Gómez (HOMBRE CORRIENTE); los de ahí: Jesús Antonio Núñez (JESÚS PRIVATIZADO) Pedro Daniel González (PEDRO PRIVATIZADO), José Miguel Nuche (MIGUEL PRIVATIZADO), Juan Pablo Cervantes (EL NEGRO QUE SE TRAGÓ AL HIJO), Nelly Gabriela González (LIMPIADORA); desde el vientre: Diego Raymundo (VOZ DEL HIJO),; de plástico: Karla Cervantes y Amira Marroquín (CORISTAS)
Duración: 90 minutos



Por: Diego Henestrosa

Dentro de la amplia gama de problemas que tiene La Licenciatura del Colegio de Literatura Dramática y Teatro, a mi juicio, dos son los más grandes y de mayor repercusión para el proceso formativo de los estudiantes: por un lado, la falta de un entrenamiento de la imaginación escénica; por otro lado, la pobre comprensión dramática de los textos a representar. Esto es irónico si se toma en cuenta que es una de las escuelas de teatro más prestigiadas por su historia, su trayectoria y su tradición de reivindicar el texto dramático como parte sustancial de la escena. En LA MUERTE DE CALIBÁN se conjuntan ambas carencias y son obvias. En épocas anteriores cuando había cinco o seis obras por semestre en una misma cátedra, por el descuido propio de la acumulación, podrían haberse justificado tal cantidad de errores, sin embargo, en procesos unitarios de casi un año de duración, aun cuando se realizan dentro de un proceso formativo, esto es inaceptable. No me refiero a los detalles en constante perfeccionamiento, me refiero al evidente descuido por parte de directores y profesores.

Los problemas de este trabajo comienzan con el título elegido, ya que presenciando la totalidad de la obra, nos damos cuenta que todo versa acerca de las determinaciones morales y éticas del “hombre común”, generalización que simboliza la conciencia del Ser Humano; y así, mientras este inexistente “Calibán”, que tiene identidad en la obra por medio de “EL NEGRO”, se convierte “en-uno-que-puede-ser-cualquiera-de-los-oprimidos”; el hombre común, representado por “EL HOMBRE CORRIENTE”, a través de una confrontación directa con el público a la que obliga el argumento, pasa a ser “un-cualquiera-que-es-Uno”, con las responsabilidades históricas que esto trae consigo; de allí que el personaje principal no se ve representado en “un Calibán”, sino en la identidad del “colaborador” que es el “HOMBRE (común y) CORRIENTE”. Luego siguen los problemas con el tratamiento dramatúrgico del texto, que hacen del universo cerrado de la obra, un montón de lugares ambiguos. Esto porque el tratamiento se hace a partir de los elementos con los que cuentan en escena y no respecto a un contexto y percepción de la realidad, donde no hay necesidad de ir hasta Francia para encontrar pretensiosos artistas de Starbucks o “criados-exóticos-miserables-incivilizados-que-se-tragan-a-sus-hijos”, porque todo ello se encuentra en la realidad cotidiana e histórica de nuestro país. La obra habla de un sistema global del marketing que promueve “sociedades líquidas del marketing” a través de un falso altruismo (como todos los altruismos), basadas en la enajenación del deseo. De cómo los controladores del poder establecen un sistema de dominación que es una implementación sofisticada del campo de concentración nazi, donde en lugar de obligarnos por la fuerza a perder la identidad cultural, la historicidad del individuo, somos los oprimidos quienes nos vemos inducidos a desear pertenecer a dicho sistema, a causa de una fantasía ególatra dada en todos niveles y clases que nos conduce a perder nuestra narrativa histórica; trata de cómo el público, el hombre común, aquel que sobrevive a las jornadas de trabajo para abarrotar los raitings televisivos, aquellos que compran los productos de la propaganda y que son la fuerza de trabajo de las naciones, cómo todos ellos, es decir, todos nosotros, justificamos diariamente ese sistema bajo el lema de los colaboradores nazis, “Yo sólo hago mi trabajo; hago lo necesario para sobrevivir; sólo sigo órdenes”. Por consiguiente -y aunado al tono moralista, melodramático y panfletario del discurso de la Dirección, que martiriza y victimiza al oprimido transportándolo, contradictoriamente, a un estado de sublimación-, la crítica social no se logra, a pesar de la reiteración innecesaria de referencias acerca de una sociedad alienada.

Los errores en el aspecto técnico, como la insuficiente calidad de un diseño sonoro y lumínico timorato, van de la mano con una percepción ineficaz del espacio. Los elementos en escena cumplen la función de ilustrar pero al estilo de pastorela de secundaria; su presencia no dice nada, no genera niveles ni significa nada. El material de que están hechos empobrece la imagen y genera un abultamiento que reduce las posibilidades del juego escénico. Asimismo, parece que los actores no tienen claro cuál es el género y el tono que están trabajando; mientras algunos tratan de llegar a la farsa a través del cliché, otros pretenden apegarse a un estilo realista, sin embargo, su juventud, inexperiencia y poca labor reflexiva, los conducen a no más que una caricatura. El vestuario es incongruente con la naturaleza de los personajes y esto sucede por la insistencia en ilustrar los estereotipos, por el desconocimiento de lo que se conoce como “imagen” en teatro, es decir, si hablo de un caballo en alguna obra, por ejemplo, a menos que se trate de una producción millonaria y sea absolutamente necesario, sería un error querer ilustrarlo ante la imposibilidad de tener uno real en escena; basta con su cola o su crin, puestas en el momento y con el sentido adecuado, para que el símbolo surja por sí solo y la idea nazca, entonces el espectador en su trabajo interior sabrá, “¡Ah!, eso es un caballo y significa esto o aquello”. La disparidad en la calidad y estilo del vestuario enmarcan perfectamente la disparidad de energía y trabajo actoral: en tanto unos desbordan voz, postura y movimientos, otros se quedan cortos o acartonados. Las herramientas del actor son bastas y complicadas de dominar, cuando no es dado naturalmente la capacidad de matizar, y los actores de esta obra no controlan su materia de trabajo: desde posturas y posiciones incorrectas sobre la escena, tonos chillones y molestos que no son propiciados por las necesidades del personaje sino por la incapacidad de modular la voz, hasta las actrices que carecen de la potencia necesaria para llenar el espacio o los actores que tienen un tono impostado monótono y francamente molesto, como es el caso de quien representa a “EL NEGRO”, hasta el actor que cierra la obra, todos confunden intensidad con volumen y drama con melodrama.

Finalmente, hay avisos de planteamientos interesantes pero en general es una obra con muchas carencias técnicas y sin una visión individual concreta o bien realizada en escena. Los estudiantes del CLDyT no han querido entender que el teatro es un espacio de símbolos y resignificaciones; insisten en la literalidad y por ende, en ilustrar mal la escena (otro término que se presta a la confusión); de allí que muchos prefieran obras de corte posmoderno o hechas con herramientas estilísticas como la narraturgia, ya que los piensan más fáciles de escenificar, pero con una imaginación limitada, las complicaciones crecen exponencialmente. Esto es notorio en LA MUERTE DE CALIBÁN, sobre todo en el rompimiento que da punto final a la obra y que no se logra, pues lo que debería ser un distanciamiento reflexivo, es en realidad, incertidumbre ocasionada por un planteamiento mal ejecutado que no se concreta. En general es un buen intento, pero sólo eso.

Un artista cineasta, de cuyo nombre no quiero acordarme, decía que mientras la sangre en el cine es un elemento potente y espectacular porque nos remite inmediatamente a la visceralidad de la realidad, en teatro carece de fuerza y verdad; esto porque el cine, independientemente del género y el tratamiento en cuestión, es una representación ilustrativa que accede, cuando se hace bien, a la dimensión simbólica a través la materialidad de la conciencia histórica. En teatro, la sangre necesariamente es algo más, ya que en escena, por sí misma, carece de la potencia que tiene en la realidad porque el teatro necesita resignificaciones, es decir, revelar la multiplicidad de sentidos de “un-algo”; esto porque es un espacio de símbolos, una dimensión simbólica que penetra la realidad temporal, la conciencia histórica, a través de la narrativa personal, donde la materialidad de ese “un-algo” resulta entonces innecesaria; pero siempre será determinante y vital la presencia de su significado. En conclusión, el sitio al que pretende llegar LA MUERTE DE CALIBÁN es el correcto y el sentido está allí, pero necesitan atraparlo para que logren pasar de ilustrar la materialidad de la escena al acontecimiento simbólico del drama.

CUARTETO PARA CUATRO ACTORES De Boguslaw Schaeffer


FICHA TÉCNICA:
Dirección: Efraín Pérez Álvarez
Relaciones públicas: Efraín Pérez Álvarez
Iluminación y Diseño de iluminación: Stephanie Rodríguez León
Patrocinador: CODY-ADYELEC
ELENCO: Natalia Alanís Cataño
María Fernanda Benítez Sánchez
Flor Canchola Chávez
Daphne Pérez Rouco
Duración: 57 minutos



Por: Doménica Román Castellanos

Dos sucesos han marcado mi conciencia teatral y los dos sucedieron antes de entrar a la Licenciatura. Mi nula educación o tradición familiar acerca del arte y mi cabeza dura provocaron que no pensara en ellos hasta mucho, mucho tiempo después, ya cuando sabía que era una de los desposeídos del teatro y que por lo mismo, mi inevitable atracción hacia él no podía generarme ninguna ganancia material y tal vez ni espiritual. Constantemente vuelvo a ellos cuando salgo de las representaciones pensando que he perdido doscientos pesos y/o dos horas de mi -en algo, espero- valiosa vida. El primero de esos acontecimientos sucedió en el Festival Internacional Cervantino, era yo una chica que iba, como casi todos en ese entonces, con la idea de que las calles de Guanajuato eran una gran fiesta de varios días con barra libre, mientras la policía no te encerrara tres días (eso duraban los viajes de estudiantes y como era escaso el dinero nadie iba a pagar tu fianza), o te quedaras sin dinero y tuvieras que vender tus besos para regresar a casa; y si además de todo podías pescar algún espectáculo callejero pues era genial. Cabe mencionar que la privatización del festival es reciente y que en esos días lo mismo encontrabas en las plazas a un lamentable mimo callejero, que una compañía internacional de teatro. Así, por azares del destino y del vagabundeo, en nuestra última noche presenciamos una representación de El Quijote y vimos cómo una pequeña plaza se convertía en llanura, en taberna, en isla, pero sobre todo, cómo Don Quijote se estrellaba contra un molino en llamas, hecho con materiales de metal reciclados. Luego corrimos para alcanzar el autobús y regresar a la Ciudad de México más que satisfechas.

El segundo acontecimiento se dio cuando aspiraba a entrar a la Licenciatura en Literatura Dramática y Teatro. Como esperaba las fechas de cambio de Carrera y mis padres no estaban enterados de mis planes, pues tenía toda las tardes para pasearme por la Facultad y sus alrededores, y así fui a dar a las muestras promovidas por un desconocido, excéntrico y atractivo polaco, que en ese momento era Coordinador del Colegio y que tiempo después sería mi profesor. Con la ignorancia que ha caracterizado mi vital interés en el teatro y casi arrastrada por las circunstancias, entre al Aula-Teatro Escenario del Justo Sierra a ver una escenificación de La Calle de la gran ocasión de la Maestra Luisa Josefina Hernández (no recuerdo quién dirigía) y para mi fue poco menos que entrar en el país de las maravillas. Aquellos estudiantes, con apenas unos cuantos metros de tela, unos cuantos juegos de luces, la utilización correcta del espacio vacío y la comprensión adecuada del sentido y la forma del texto dramático, lograron crear un universo fantástico que, a menos que la nostalgia de juventud me engañe, era sorprendente aun con las limitaciones propias del caso. Así comprendí que el teatro es y debe ser, espectacular y trascendente, ya que lo verdaderamente espectacular se vuelve trascendente porque los aspectos eróticos, tanáticos y psicológicos de la vida crecen y revientan frente a nuestros ojos creando así una experiencia vital catártica; y de la misma forma, lo trascendente por su misma naturaleza de transformación, transubstanciación y resignificación, reconstruye en su intimidad y su soledad, nuestra visión de la vida, dejándonos estupefactos en la emoción a la que nos ha conducido. De allí la importancia de identificar correctamente el estilo, el tono y el género, además de la intención y el sentido de cualquier obra que se pretenden escenificar.

A qué viene todo esto y qué tiene que ver con CUARTETO PARA CUATRO ACTORES, pues precisamente porque en esta escenificación, como no lo había visto desde hace mucho en el Colegio, se conjuntan los dos aspectos antes mencionados. En voz de Albert Boadella, se logra “lo más con lo menos”; y este trabajo que parte de una comicidad bien llevada por el director y mejor ejecutada por las actrices, se hace espectacular a través de los aspectos irónicos, sarcásticos y general patéticos de la escala humana, debido al minucioso cuidado en los detalles de sentido e intención de cada diálogo, cada expresión y cada elementos sobre la escena. A diferencia de otras obras donde se presienten (porque no existen) un par de ideas importantes pero en general está todo por arreglarse, CUARTETO PARA CUATRO ACTORES dirigida por Efraín Pérez Álvarez, se encuentra a un paso de la excelencia. He visto obras de directores prestigiados con actores de renombre que no logran acceder a esa dimensión de Verdad y exacta realización que tiene, o por lo menos casi tiene, esta obra; donde el adverbio “casi”, ya por sí solo y con todo en contra, es un logro importante del que debe estar orgulloso este equipo de jóvenes creadores y quien los haya asesorado también.

Apegándose sin enajenarse a las convenciones teatrales más sencillas, logran un diseño de iluminación sobrio, pero que aporta a la concreción y proyección de cada uno de los carácteres en escena. El sonido es precisamente eso, un fenómeno vibratorio, “una variación del estado tensional del medio”, que traducido al teatro determina tensiones e intenciones de un sentido; y es de esta forma, que el diminuto, plano y escueto planteamiento del escenario se abre, se comprime, se expande y se desdobla a partir de la sorprendente conciencia rítmica, melódica y emotiva de las cuatro actrices que, cada una desde sus características personales, son portadoras de una presencia escénica poderosa, de una capacidad de contención y proyección casi dominada; de un magnífico trabajo de su “estar” en escena. Claro que hay cosas que mejorar, el camino hacia la perfección no termina nunca, pero estas cosas son pocas y pequeñas ya que el trabajo importante, el que le da sentido a la herramienta del actor, está hecho. No es lo mismo enseñarle al actor a sentir que encaminar una emoción adecuada.

CUARTETO PARA CUATRO ACTORES en uno de esos trabajos de escenificación donde se reúnen, para bien, las características propicias de un conjunto de personas en un tiempo y un lugar exactos, pero sobre todo, donde se presiente que cada uno comprende cuál es su lugar en la vida y en el acontecimiento del teatro. Además de otorgarle al público un tiempo que lo libera y sustrae de su momento histórico, es una de esas obras en que se desea que el potencial de divas de las actrices se desarrolle y sea; que el potencial de artistas de los creadores, del director específicamente, se logre y continúe por mucho tiempo, ya que este tipo de trabajos son los que necesita el Colegio de Literatura Dramática y Teatro, el Teatro Universitario y la Escena mexicana toda.

23.344 De Lautaro Vilo


FICHA TÉCNICA:
Dirección y Escenografía: Gustavo Beltrán Méndez
Iluminación: Sara Verónica Alcántar García y Esaú Corona
Video: Samuel González Fernández
Vestuario: 23.344 Crew
Asesoría vocal: Melanie Estefanía Borgez
Producción ejecutiva: Liliana Rojas Flores
Diseño gráfico: Juan Carlos Hernández
Relaciones públicas: Liliana Rojas Flores
Equipo técnico: Verónica Alcántar García y Esaú Corona
Financiamiento: Nuna Teatro Contemporáneo, CinEspacio 24
ELENCO: Emmanuel Pichardo Caballero
Jorge Alberto Maldonado Pulido
Samuel González Fernández
Duración: 60 minutos



Por: Adrián Ledesma Rodríguez

Presenciar la escenificación de 23.344, realizada por Nuna Teatro Contemporáneo, me recordó una situación familiar y una escolar. Primero, cuando era un chico que aún soñaba con ser un gran jugador profesional de futbol soccer, un crack al puro estilo del sublime Diego Armando Maradona, cada fin de mes se congregaba toda la familia para compartir los sagrados alimentos. Esto se hacía en memoria de la abuelita y todos estaban obligados a responder porque se trataba de transmitir una identidad generacional compartida, aunque a ninguno le perteneciera realmente. Como es propio de la clase obrera, las reuniones consistían en comilonas con platillos de todo tipo hechos casi exclusivamente con carne de res y cerdo, así como la tradicional e inevitable sopa de fideos; la cosa terminaba invariablemente en borracheras monumentales. Del mismo modo en que ahora los chicos veinteañeros trabajan toda la quincena para despilfarrar en el antro o el bar con la novia, los amigos o alguna chica, en ese entonces nuestros padres, que tendrían más o menos la misma edad, ahorraban lo necesario para que no faltara comida, bebida y cigarrillos. Aquello se convertía en un aquelarre caótico donde salía a relucir que cada núcleo familiar siempre sí tenía una identidad propia (cosa impensable en una familia argentina de Ciudad, recién establecida en la clase media de los años setentas), con sus intimidades y sus muy concretos disparates que, como diría Octavio Paz en El laberinto de la Soledad, serían mortales si no estuvieran dentro de una dinámica de “Fiesta”. Para nosotros como niños era un tiempo de tregua que nos sustraía de la necesitada, desesperada y limitada realidad en que nos desenvolvíamos a diario. Mientras, guiados por los primos mayores, corríamos de aquí para allá haciendo todo tipo de travesuras, nuestros padres se emborrachaban, bailaban y se reían con la libertad que sólo permite un espacio así. Con todo, el momento más importante y que ocasionaba pleitos maritales pre-reunión, era la hora de la comida, donde todas las madres tenían que lucirse no sólo con la sazón, sino con el costo y la abundancia, so pena de ser juzgadas por las matriarcas de los Ledesma, quienes eran las primeras en probar los alimentos y daban, o no, el visto bueno. Y para nosotros como niños, que nos la pasábamos comiendo ejotes, papas, huevo y pollo principalmente, era un agasajo tal cantidad y diversidad de platillos hechos de res y cerdo. Sin embargo, algo curioso sucedía, pues aunque intentábamos vehementemente comer mucho de todo, terminábamos hastiados, decepcionados y literalmente sin gusto en el paladar durante la primera ronda (de allí que el “recalentado”, como decís acá, siempre sepa mejor). Mi recuerdo escolar tiene que ver con CLDyT, específicamente con el Taller de composición dramática impartido entonces por el Mtro. Ignacio Solares, quien siempre recurría, a propósito de la Teoría del cuento de Julio Cortázar, a la imagen del cierre de un relato en el que un hombre arroja a la calle, a través de una ventana, un par de monedas y -decía el Maestro Solares-, estaba tan bien hecha la historia, no sólo en su estructura narrativa sino en su esencia vital, que “uno podía escuchar el sonido de las monedas al golpear el suelo”. Así, cuando le presentábamos un texto, para explicarnos que le hacía falta esa esencia de la experiencia vital, es decir, esa dimensión universal de la verdad humana, nos decía: “no está mal, pero no escucho las monedas”.

A qué viene esta serie de aparentes divagaciones, pues precisamente porque a la obra 23.344 le suceden exactamente esas dos cosas. Es uno de esos trabajos donde todo parece ser excelente porque convence jurados, divierte al público y es fácil de vender; y sin embargo, en lo respectivo a la esencia dramática tiene la mira perdida. En seguida me explico: en principio parecería que el diseño y distribución de los elementos en el espacio es adecuado y significativo; que la adaptación del texto es interesante y atractiva; que el Director trabajó los detalles a conciencia y que los actores son diestros en el oficio actoral; sin embargo, conforme avanza la obra y se supera el planteamiento inicial, cuando el drama debe pasar de una serie de recursos jocosos a la dimensión del carácter humano, cuando el núcleo esencial del argumento debe y necesita concretarse, por el contrario, se diluye. Y esto se nota inmediatamente en la incertidumbre de un cierre sin contundencia. Así nos damos cuenta, al pasar los minutos, que el audio no está en un lugar conveniente para el espectador y aunque potente (para el espacio), padece de una incorrecta ecualización. Que la utilización de los elementos en el escenario aunque es interesante y dinámica, carece de fuerza; que a pesar de un planteamiento escénico atractivo hay momentos ambiguos y sin referencia simbólica; que aun contando con una plausible adaptación del texto a la realidad contemporánea mexicana, hay detalles que le restan verosimilitud. Que los puntos medulares de quiebre, de anti-clímax, que le son necesarios para generar profundidad dramática y hacer la experiencia dolorosamente entrañable, son minimizados en el mejor de los casos y hasta ignorados. Que a pesar de contar con actores a quienes se les notan las ganas y el gusto de estar en escena, así como un verdadero interés en el dominio de su herramienta de trabajo, no logran llegar, ni llevarnos, ni comunicarnos, la medula argumentativa del devenir por el que atraviesan sus personajes; y que, aunque parece que el Director hizo un trabajo exhaustivo con la intención de la acción dramática, al final, no hay un voz propia que abarque el sentido general de la propuesta escénica.

Con esto no quiero decir que la propuesta esté mal o no valga la pena, por algo han ganado premios y menciones honoríficas -así lo hacen notar (además de las obviedades burocráticas)-. Quiero decir que es ineficaz. En la encuesta que nos pidieron llenar preguntaban si nos había gustado o no la obra y con toda honradez contesté que sí, porque es un hecho que obras de este tipo, de fácil asimilación y con esa energía en escena son llamativas; sin embargo, si nos hubieran preguntado: ¿qué te ha dejado la obra?, con la misma honradez hubiera contestado “nada”; hablo de trascendencia vital. Para darme a entender, haré esta comparación, pero cabe aclarar que no estoy equiparando un trabajo con otro, cada puesta en escena tiene una identidad propia: por ejemplo, es lamentablemente un trabajo del tipo del Carro de Comedias de la UNAM, que cada sábado abarrota sus presentaciones en la explanada del CCU, sin embargo, si uno presta la debida atención, llega un momento en que nada tiene lógica ni sentido, en que no se entiende cosa alguna del argumento por la sobre-excitación de los actores que se “lucen”, principalmente, con la intención de alimentar su ego; porque entran a escena, como se diría en el argot del futbol soccer, “sobrados e indolentes” y siguen hirviendo por los 3 o 5 minutos de aplausos que reciben y que es lo único para lo que trabajan. Con todo, a pesar del acartonamiento, de las impostaciones dadas a gritos y de la poca imaginación para resolver las escenas, al final siempre llega un aplauso nutrido de espectadores casuales que se van contentos porque, sin importarles que no se enteraron de qué iba la obra, creen que vieron teatro. La obra resulta entretenida, pero el teatro, como arte, es algo más que una ocurrencia divertida. Ahora que, a diferencia de otras puestas en escena en que resanar significa casi reconstruir desde los cimientos, en 23.344 de Gustavo Beltrán, el trabajo es de contención, de darle peso y asentar contundentemente los tres o cuatro puntos nerviosos de la obra y para ello, el Director debe reconocerlos en el texto y hacérselos reconocer a su equipo; lo mismo que no debe permitirse ser seducido por la cómoda relación de sus actores con el escenario, pues da la ligera impresión de que son ellos, los actores, quienes realmente se están dirigiendo; y estos a su vez, jóvenes con interesantes características aunque demasiado conscientes de sus capacidades histriónicas, deberían apostar por la exacta emisión del mensaje antes que por el lucimiento personal, ya que para eso habrá espacios propicios en otros momentos. Su gusto y empuje por el teatro es de agradecerse, pero corren el riesgo de volverse impostados, sobrados y al final petulantes, a causa de esa energía desbocada, sin dirección concreta, que proviene de confundir intensidad, potencia y pasión, con volumen, velocidad y excitación.

El problema con obras de este tipo o del llamado teatro postdramático, es que al no contar con una consecución de acontecimientos que desemboquen en un clímax establecido, todo se reduce a reflexiones sin repercusión acerca de coincidencias del destino, pero allí es donde está la trampa, porque siempre hay un momento catártico, sólo que en lugar de que todos los caminos conduzcan a ella, se sobrentiende que la catarsis puede estar en cualquier camino, a través de una conciencia por acumulación, que se reparte en cada una de las situaciones, narraciones o momentos acontecidos en escena. Por lo mismo es de vital importancia para 23.344 de Gustavo Beltrán, que esos diminutos puntos de anticlímax catártico en el tránsito de sus personajes, que nos revelan la verdadera esencia de su carácter, es decir, su dimensión humana, se perciban claramente; de otra forma estos tres tipos sobre la escena serán completamente prescindibles, como lo somos todos aquellos que hemos pasado una noche de recuerdos, cigarrillos y tragos con los amigos, tratando de ocultar esa forma inevitablemente patética de nuestra voluntad y nuestra historia personal.

Obras como esta, presentadas de esta manera, son fácilmente aceptadas, reclutadas y promocionadas; sus creadores, en este caso Nuna Teatro Contemporáneo, seguirán bien recomendados, pero esta puesta en escena en particular, es como esas comilonas en las reuniones familiares de mi infancia: hay demasiado de todo y todo tiene buena pinta, pero la falta de contención, de discernimiento y de motivos, hacen que uno termine hastiado. Gustavo Beltrán Méndez en lugar de mostrarnos cómo se “arman los armados”, los cuales te matan (es verdad, pero lenta y sustancialmente), nos presenta en escena un cigarrillo electrónico (así de sofisticado y sin sentido). También, y quizá lo más preocupante, es que a pesar de esas ganas desfiguradas de entregarse sobre el escenario, las monedas de su apuesta siguen sin sonar.