jueves, 25 de junio de 2020

JOKER


GENTRIFICACIÓN DE LA MARGINALIDAD Y APROPIACIÓN DEL SUFRIMIENTO



Acerca de los aspectos técnicos cinematográficos de la película se ha hablado bastante. Ya han sido abordados todos los tópicos comunes de las reseñas y críticas como la fotografía, la paleta de colores,la dirección, etc.; así como las distintas teorías acerca de la risa final del personaje -quizá lo más interesante de la película- y el ya popularizado “no lo entenderías” que, en explicación velada del mismo director y posteriormente aceptada por youtuberos y cinéfilos, deja entrever que todo forma parte de un tren de pensamiento que sucede en la mente de Arthur Fleck, lo cual se sostiene únicamente si se dejan de lado más de tres cuartos de la historia. En mi opinión, para dar por cerrado estos elementos y pasar a lo que anuncia el título, diré que el chiste del final, que cierra el argumento de la película y termina por salvarla de sus deficiencias argumentales, es que los últimos cinco minutos de la película, en la linealidad de tiempo de esa realidad, es el comienzo de las vicisitudes que habrán de convertir a Arthur Fleck en Jocker. Todo lo que hemos visto está construido a partir de tres dimensiones: 1, la realidad histórica y su propio devenir; 2, la realidad objetiva de la narrativa personal de Arthur Fleck en donde se encuentran sus anhelos, sus frustraciones, su carácter en relación a sus circunstancias; y, 3, la fantasía de una persona que sufre de un padecimiento mental. Aquí, y sólo aquí, podrían justificarse las inconsistencias que se van acumulando en forma de azares y casualidades que le suceden al personaje a lo largo de la película, porque únicamente en las ilusiones y en las fantasías es posible evadir la relación de causa – efecto y tener impunidad frente al ejercicio del libre albedrío y la acción del carácter. 
De tal modo que cuando la psiquiatra le pregunta de qué se  ríe y él, posteriormente,  le contesta: “no lo entenderías”; se alude al hecho de que la psiquiatra tendría que haber visto la misma película que nosotros como espectadores para comprender el entramado que implica a la realidad histórica, la historia-narrativa personal de Arthur, junto con esa fantasía que lo convierte en el núcleo de una convulsión social. Este entramado acontece en el mismo instante en que está sucediendo la pregunta y la respuesta; y, entonces, todo hace sentido. Sin embargo, es en este momento donde hallamos la premisa a la que se refiere este artículo: la película es un melodrama de final feliz cuyo objetivo es liberar de tensión a los espectadores quienes salen de las salas de cine sumergidos en la inocua exaltación de la misma fantasía de rebeldía: convertirse, de un chasquido, en el foco de atención de un cambio radical de vida a partir de las predeterminaciones del destino; esta comprensión equivocada de la película convierte el “no lo entenderías” en un chiste que se extiende a esos mismos espectadores que, igual que Arthur Fleck, confunden la construcción de una fantasía con los hechos de la realidad. De tal suerte que el público, lo mismo que todos los que forman parte de la turba que lo ensalza en esa imagen que se ha replicado en las manifestaciones en contra del racismo en Estados Unidos, invierte los valores tomando a un enfermo mental y asesino, como héroe-antihéroe de una revuelta social en contra del status quo, del sistema, del poder; esto se hace posible porque los espectadores, igual que Jocker, se asumen como los más golpeados, los más marginados, los más abandonados, víctimas de un sistema ominoso que intenta específica y personalmente romperlos a ellos.
La realidad indica que, efectivamente, hay un sector de la sociedad global que son y han sido constantemente marginados, golpeados, destruidos; pero no son estos quienes, después de comer un combo de palomitas en el cine, lo mismo que el Jocker de Todd Phlillips, se apropian del sufrimiento aburguesando la marginalidad, sin comprender la responsabilidad que cada quien tiene en su marginalidad y su sufrimiento.
La apropiación, cuando proviene de un ejercicio de compasión y empatía, puede ser un recurso muy benéfico para las sociedades, la civilización, para la humanidad, siempre y cuando devenga de un sincretismo que, desde lo universal, sintetice dos aspectos de diferentes culturas o visiones de mundo para conciliarlas y, así, generar algo nuevo, auténtico: cultura; algo parecido a lo que propone Foucault cuando dice que para romper la relación de poder que nos mantiene subyugados y que se basa en que es el oprimido quien otorga poder al opresor al relacionarse con éste a partir de los valores de la cultura dominante, es necesario hacer cultura en lugar de sólo oponer resistencia o entregarse a la pura rebeldía.
De lo contrario, dicha apropiación cultural se trataría de un robo maniqueísta, de un arbitrario y abyecto despojo. Pero esto es lo que el cine Hollywoodense, propio de la idiosincrasia estadounidense, ha venido realizando con tal eficacia y efectividad, que va determinando la simbología mundial a partir de sus personajes y la narrativa de final feliz que ha sofisticado hasta tal punto que las personas, sin importar su raza, credo o condición social, cultural o de clase, y sin percatarse, lo consumen ávidamente incorporándolo de inmediato a su narrativa personal. Y suele suceder que un sector aburguesado está siempre a la espera de nuevo material cultural que pueda, al estilo del fast food, inyectar adrenalina a su monótona realidad personal; sobrealimentándose de esto y sin asimilar nada, se entregan irresponsablemente a la moda más resiente y así lo conducen todo a una mediocre realidad aspiracional sin particularidades, deslucida e ilusoria, cuya lógica está determinada por las variaciones del mercado. Lo que resulta de ahí, es la deforestación de aquello que le da sentido y esencia a una expresión cultural, porque el aburguesado no se sincretiza, sino que rebaja, coloniza, conduce los rasgos distintivos a una medianía que pueda fácilmente producirse, ofertarse y desecharse.
Así, hay toda una muchedumbre de aburguesados opinólogos a la carta, de luchadores sociales, rebeldes y partisanos de cafetería que, confundidos y sesgados, con mucha voluntad, pero poco entendimiento, ven cine y no saben sentirlo, mucho menos leerlo. Estos son quienes llaman Obra Maestra al Jocker de Tod Phillips, quienes creen que es la mejor actuación de Joaquin Phoenix, y quienes confunden el proceso de gentrificación de lo marginal con un profundo llamado a la revuelta social a partir de la resignificación de lo arquetípico. Desde su estreno, lo que las personas dicen de Jocker ejemplifica el estado sensiblero, irresponsable y patético, de una sociedad que, desesperada por un final feliz, pero sin querer ser compadecido, es incapaz de aceptar que los actos traen consecuencias y que, derrumbar o incendiar el mundo, no puede librarnos de la responsabilidad de ser nosotros mismos.

Tenemos, entonces, a un personaje que constantemente está culpando a los influjos externos de todo lo que él decide a partir de lo que le sucede. Y, aunque tiene una mala racha en que la vida parece golpearlo sin tregua, su desesperación y su desesperanza sólo tiene razón de ser si uno se asume como víctima, negándose a ver una realidad universal cósmica: que la vida no es fácil ni sólo grata; y, una realidad social cotidiana: que ese estado de desesperación y desesperanza, es la dinámica en que viven millones de personas que a diario tienen que sobreponerse a los anhelos clausurados y el sufrimiento en apariencia inexplicable, un sufrimiento que no es motivado por deseos de corte infantil como el de esta versión del Jocker. Si existiera alguna duda, bastaría con poner en una oración cada una de las cosas por las que se lamenta y compararlas con la angustia de cualquier adolescente. 
El sufrimiento de este Jocker intenta evadir toda responsabilidad y culpar al destino de todos los errores de carácter a los que dará rienda suelta luego de su rompimiento mental, una vez que la figura de La madre, su madre -a quien tiene en alta estima-, se fractura para demostrarle que no es la santa sufrida y abnegada que resiste estoicamente los embates de un cruel destino a la que fue arrojada por la vida y por la sociedad corrupta representada por Thomas Wayne. En esa fantasía, unos son corruptos y cada uno de sus actos es inhumano, mientras que otros son  nobles y, por ende, todas sus acciones están justificadas. La lógica del razonamiento que va de “el que mi madre me dice que es mi padre, un hombre rico y privilegiado, representante de quienes detentan el poder, no me reconoce y es malo conmigo como lo fue con mi madre, por lo tanto, la sociedad, los ricos, quienes tengan mejor suerte que yo y no estén dispuestos a aceptarme sólo por ser quien soy deben ser exterminados”, por decir lo menos, resulta un tren de pensamiento infantiloide, propio del mainstream contemporáneo que ha sido tratado y denunciado con mayor crudeza en El Señor de las moscas o El corazón de las Tinieblas, por citar un par de ejemplos. Es probable que para la idiosincrasia estadounidense y/o protestante anglosajona, haga sentido que la mente de un hombre, de por sí atormentado, se quiebre frente a una mala racha, sin embargo, incluso allí, hay ejemplos mucho más dramáticos e intensos, y menos pretenciosos, acerca de la enajenación, la desesperación y la desesperanza del hombre común, como por ejemplo Falling Down con Michael Douglas o Taxi Driver de Scorsese.
Por otra parte, si hablamos de una ciudad monstruosa, cuyos habitantes a fuerza de dolor se han vuelto indolentes y donde no hay espacio o conmiseración para los marginados, pero tampoco para esa clase hacinada en su tediosa, monótona y desgastante rutina, podemos hablar de la Ciudad de México donde no se puede vivir bien ni morir bien, hablando en términos materiales, excepto claro, que se pertenezca a un grupo de poder, privilegiado o de clase alta. De lo contrario habrá que conformarse con comer grasas saturadas sentado en alguna banqueta frente a una concurrida avenida, o de pie en una esquina; habrá que resignarse a sufrir de asfixiantes aglomeraciones y hacer larguísimas filas y extenuantes esperas; habría que entender que los mecanismos de civilidad y cultura en México funcionan como medios de castigo y por lo mismo, resulta obvio que el mexicano promedio no desee practicarlos en su intimidad, lo que ocasione una diluida integridad como ser social y una líquida manera de entender las relaciones interpersonales. ¿Quién se beneficia de que la clase trabajadora, “los jodidos”, estén mal dormidos, mal comidos, mal cogidos; que sea común andar por la calle con la frustración expuesta, exasperados y ansiosos, tan hirviendo por dentro como anulados emocionalmente por fuera; volcados sobre vacuos esparcimientos y primarios evasores; tan contradictoriamente autoexplotados como indiferentes y reprimidos? Sabiendo que se castiga la honradez y la excelencia y se premia la mediocridad, la corrupción y el servilismo; con una tradición en cuanto a la educación sentimental proveniente de las telenovelas, ¿quién, que no tenga una visión de víctima sostenida por la casualidad, podría sentirse realmente aludido, representado o catartizado con un personaje como esta versión de Jocker? Y, sin embargo, así fue; retomado por las recientes protestas antirracistas, podemos decir que hay toda una generación que no percibe en sí ninguna responsabilidad sobre sus circunstancias. Secuestrado por las ideologías de moda y lo políticamente correcto, el criterio de un sector aburguesado reduce los hechos a tópicos romantizados de revolución y anarquía. Equiparar un argumento fallidamente tratado, de comedia de acción romántica como el de Jocker, con los principios vitales y filosóficos que dieron identidad a movimientos sociales históricos, es banalizar los procesos históricos, convertirlos en un cuento de hadas.

Considerar que el planteamiento de Todd Phillips actualiza el arquetipo de un personaje que por su naturaleza resulta muy interesante, es no tener conciencia de las dimensiones y magnitudes arquetípicas. Hay algo de grotesco en que el vocero de una época no sea ya el héroe ni el hombre aparte sino el bufón. Porque si bien es cierto que el arquetipo shakespereano lo coloca en una posición en que, por su condición, puede enunciar la verdad a través de la guasa sin temor a perder la cabeza o ser linchado, resignificarlo implicaría un trabajo más elaborado y, al mismo tiempo, más sutil, cuya esencia no sería la de evadir cualquier responsabilidad en sus circunstancias sino, por el contrario, asumir las propias y las de la sociedad a la que representa para generar conciencia y sólo a través de ésta, sentar las bases para que cada individuo aterrado al reconocerse en el bufón, en el guasón, en el comediante, cambie su realidad íntima y así cambien las relaciones de poder en el mundo. Esto, para no tener que incendiar el mundo cada vez que se desee remodelar la realidad porque no se ajusta a mis aspiraciones, anhelos o esperanzas. Y para esta relación entre un protagonista que representa los errores de carácter de una sociedad y su medio, también hay ejemplos con mucha mayor carga emotiva, argumentativa y desarrollo de carácter como el Jocker de Nolan, V de vendetta o The Comedian de Watchmen, por ejemplo. No sólo se trata de portar una supuesta verdad, sino de asumirla e integrarla para conseguir su realización en la realidad. Sin embargo, en la película Jocker las acciones todas son parte de la casualidad, el azar y el determinismo, lo que nos conduce a un mundo de víctimas del destino en cuya realidad las acciones, positivas o negativas, no conllevan consecuencias para los individuos sino únicamente para la masa: no es el ser humano quien debe transformarse sino el medio.
Es curioso que Jocker contiene todos los elementos de una película épica, aquello que podría contener una obra maestra, si hubiera una receta para ello, pero todo se encuentra desfondado. El tratamiento del marginado, del hombre aparte que sufre y termina por elevarse por sobre su condición para así convertirse en portavoz de los olvidados, requiere que el personaje termine catartizado frente a sus propios errores de carácter, lo que generaría compasión y comunión entre héroe o antihéroe y espectador, pero en el caso de Todd Phillpis termina por ser una gentrificación de la marginalidad, que puede notarse en sus fans; una apropiación de elementos que no ha sido asimilados, ni sintetizados, ni mucho menos asumidos, sino que están siendo utilizados para justificar la intención de establecer con impunidad la propia visión del mundo del protagonista; es el intento de obligar a la realidad a ajustarse a mi propio ritmo, sin tomar en cuenta que la realidad tiene su propia frecuencia, su propio ritmo, que proviene de una relación de causa efecto de las leyes de la física y también de la lógica del acto-consecuencia de cada uno de los individuos que habitan la tierra.

En los aspectos técnicos, Jocker termina por ser simplista y cursi, con escenas grandilocuentes que no se asientan en ninguno de los géneros a los que alude y si consideramos que esta es su virtud, estaríamos percibiéndolo todo desde un relativismo que inevitablemente nos conduciría a la mediocridad por falta de compromiso con el arte.
Me parece, en cambio, que esta época del cine hollywwodense ha reinventado, eso sí, el “final feliz”. Cierres como el de Jocker son lo que para nuestras abuelas era la boda de los protagonistas y el respectivo beso frente al altar con el letrero “The End” escrito con una fuente cargada. Es decir, que se modifican los términos, pero no los valores que desesperadamente necesitan una circunstancia contingente, suprema, absoluta, que no tome en cuenta nuestra responsabilidad en los hechos y que, asimismo, nos saque de la inercia en que vivimos y nos conduzca a una serie de eventos siempre nuevos y extraordinarios, siempre emocionantes y excitantes o, en palabras de Bella: “aventuras que al mundo asombren…” sin la responsabilidad y el compromiso que requiere la voluntad y el libre albedrio de optar entre una y otra cosa. El efecto causado por la película en el que todos se sentían los más olvidados, los más marginados, los más dolorosos, únicamente es posible por el hecho de romantizar la miseria, el dolor y el predicamento, sin atender las causas que lo propician. Resulta tan incoherente que las personas dejan de lado el auténtico y denso pesar de sus vidas cotidianas, dolor al que no entran sino sólo sobrellevan por la superficie, para adoptar el sufrimiento frívolo de un personaje que se coloca como ingenua víctima, enfundado en la emoción que supone que, sin uno hacer nada, la vida convierta los obstáculos en peldaños hacia una altura en que, mientras la masa a mitad de la calle se desvive en aplausos celebrándome, yo me regodeo impune a la relación de causa – efecto de la voluntad humana. Tal es la fantasía de nuestros tiempos y ni siquiera es nueva, cada niño ha tenido la misma fantasía cuando ha entrado en conciencia de que las consecuencias de sus acciones pueden y de hecho habrán de alcanzarlo de una u otra forma. La sonrisa final podemos entenderla porque todos la hemos sentido cuando lo absurdo de las circunstancias nos ha dejado en un callejón sin salida; la pregunta es: ¿qué hemos puesto en marcha con nuestras decisiones, para haber sido conducidos hasta ese callejón? Más que convertir de inmediato y apasionadamente al Jocker en un afiche de insurrección y rebeldía, habría que concentrarse en responder cada quien, desde su narrativa personal, ¿qué es eso que no entenderíamos? ¿Por qué no habríamos de entenderlo? En esta escena, se generalizó el hecho de asumirse como el Jocker cuando me parece que, como espectadores, como sociedad, el sitio que nos corresponde,  en realidad, es de la psiquiatra.

martes, 2 de junio de 2020

YA NO ESTOY AQUÍ

UNA TRAGICOMEDIA MEXICANA



Netflix ha estrenado el segundo largometraje de ficción de Fernando Frías de la Parra Ya no estoy aquí (México, 2019); misma que viene precedida por un afortunado paso por festivales de cine, como el de Morelia, donde obtuvo el premio al mejor largometraje mexicano. Aunque, claro, actualmente un festival no es garantía de nada.

Inscrita en lo que podemos denominar como cine independiente por su manufactura, así como por en ángulo en que aborda su temática, Ya no estoy aquí forma parte del amplio catálogo de películas mexicanas que, desde Los Olvidados de L. Buñuel, abordan el tema de la miseria, la falta de oportunidades y el infructuoso intento de los individuos por superar dicha condición. 
En su película, de la Parra nos muestra un episodio definitivo en la vida de Ulises, un chico de 17 años que se encuentra sumergido en la marginalidad de un barrio muy pobre de Monterrey, en México. Con una vida familiar disfuncional, en medio de una sangrienta, ineficaz y desconsiderada guerra entre narcotraficantes que se pelean la plaza y el gobierno de Felipe Calderón, mismo que negándose a cambiar la realidad social, abandonó a la gente a sus muchas necesidades, a sus muchos impedimentos, a su condición de olvidados.
En ese entorno en donde pareciera que las opciones son consumirse en las drogas, ser carne de cañón para el narcotráfico o entregarse al tedioso anonimato de una vida miserable, Ulises ha encontrado una forma de expresar su creatividad a través del baile. Líder de un grupo de jóvenes nombrado los Terkos, que a su vez forma parte, junto con otros, de un grupo mayor llamado Los Pelones (debido a la facción del cartel que domina la zona), todos pertenecen a una tribu urbana autodefinida como Kolombia, cuya característica es el gusto por la cumbia colombiana y su sincretismo con los usos y costumbres surgidos de la mezcla entre los endémicos de la región y los mexicoamericanos que son constantemente importados. Ulises no sólo es líder de su grupo, es también, quizá, el que mejor baila de todos “Los Pelones”. La trama nos muestra que, además, es quien tiene un carácter distinto: creativo, soñador, con aspiraciones que probablemente no alcanza a distinguir, pero que supone más allá de sus circunstancias.
Sin embargo, el medio mezquino en que se encuentra le obliga a cambiar radicalmente su vida cuando el barrio (que a final de cuentas no respalda a nadie) al que se supone está muy arraigado, le da la espalda y tiene que huir hacia los Estados Unidos, tras un altercado entre narcotraficantes del que sale amenazado de muerte. 

Y es aquí que comienza l travesía de Ulises que no es tanto exterior sino interior. Un tortuoso camino hacia el encuentro con la realidad que, sin embargo, habrá de conducirlo al encuentro consigo mismo. Haciendo ineludibles referencias a la Odisea y al Ulises de Jaime Joyce, la película nos adentra a una narración en paralelo, con emotivos saltos al mundo poético de la ensoñación, la añoranza por un lugar en donde pueda, por fin, encontrar eso que todos deseamos: una plena felicidad imperturbable. Ya desde el inicio hay en Ulises, muy bien interpretado por Juan Daniel García Treviño, una sensación de que se encuentra constantemente en un estado nostálgico. Por una parte tenemos la vida de Ulises en Monterrey y cómo es obligado a dejar atrás a a su familia, su novia, sus amistades, la dinámica con su tribu y su barrio. Por otra parte, las vicisitudes en Estados Unidos como ilegal en un lugar desconocido, ajeno y para el inhóspito, en el que las personas lo miran como a un animal exótico y se relacionan con él, siendo el caso de Lin (Xueming Angelina Chen) como con una mascota. La realidad es que, aún cuando él mismo crea que tiene añoranza por su barrio, no hay prácticamente nada que le arraigue a una u otra realidad y así, rápidamente se convierte en un outsider. Su momento de revelación sobreviene cuando, totalmente ebrio, habla por teléfono con su madre y siendo despreciado por ella, va en busca de una fichera colombiana que conoció días antes, de quien tiene que decir que es su madre para que le permitan verla. Esta mujer es la única que, sin ingenuidad, pero desinteresadamente, le ayuda en el momento de mayor crisis, continuando con la serie de paralelismo, simbólicamente hablando.
A partir de allí, es cuando Ulises decide despojarse del personaje que se creó para liderar a Los Terkos y relacionarse con los Kolombia. Y así, es como se emancipa de su carácter infantil y, al perderlo todo, queda frente a frente consigo mismo, saliendo avante de esa confrontación que supone el crecimiento personal de un protagonista.
Deportado a Mexico, por consecuencia de lo anterior, a su regreso todo es distinto para él como individuo, pero los problemas sociales, su germen y consecuencias, el olvido por parte de las políticas de gobierno, es decir, las circunstancias a caso más recrudecidas, siguen siendo las mismas. En tanto podemos observar el destino de dos personajes, antiguos amigos de Ulises, ellos sí arraigados a su barrio: uno muerto a causa de haber entrado en pleno al narcotráfico; otro, su mejor amigo, volcado hacia un grupo religioso, toda vez que dice haber sido encontrado por Dios; por comparación, estas escenas nos dejan claro que Ulises ha regresado a su barrio pero ya no pertenece allí. No es una película que hable del retorno, sino de la metáfora sobre el símbolo del viaje que dice: aquel que se va, ya no vuelve. Así, mientras abajo en las calles sucede un intenso y cruento enfrentamiento entre jóvenes reclutados por narcotraficantes y policías a las órdenes de la llamada “guerra contra el narco”, vemos a Ulises con el mismo amor por el baile, pero sin sus peculiaridades en el atuendo, mirándolo todo desde las alturas; más que bailando, danzando, en una especie de rito personal e íntimo como de desprendimiento zen, haciendo alusión al título del largometraje: aquel que se fue, no es este que vuelve; aunque físicamente esté aquí, ya no es de aquí, ya no está aquí, espiritualmente ya no pertenece más que a sí mismo. Ulises, simbólicamente hablando, se ha sustraído de toda dinámica terrenal y elevándose por sobre esa cotidianidad vacía, insustancial, se halla en una plenitud que expresa con su danza del final, la cual es como una paráfrasis de aquel bello poema de J. Gorostiza: “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis por un Dios inasible que me ahoga...“




La película está bien dirigida, en lo general, aún cuando pasada la mitad caiga en reiteraciones innecesarias para apuntalar el carácter de Ulises y sustentar el final, especialmente en las escenas de los sueños que, aunque bonitas no dejan de ser genéricas, es decir, se notan más propias de este tipo de cine que de la mano del director.
Habría que darle una mención especial a las actuaciones, todos lo hacen con naturalidad y frescura. Entre todos hay que felicitar particularmente a Juan Daniel García Treviño, quien tiene mucho futuro como actor, pues sin cumplir con los estándares occidentales burgueses de belleza, resulta atractivo por sus rasgos muy particulares, su fuerte presencia escénica y su gran capacidad para interiorizar y, a su vez, expresar el conflicto del personaje prácticamente sin palabras, únicamente con la dureza de su rostro y la intensidad de su mirada. Me parece que aquí nos encontramos con un fenómeno como el de Yalitza Aparicio que, espero, no sea desperdiciado o ninguneado por la cinematografía nacional. 
Cabe destacar que, aún cuando la historia sea pequeña, y desde mi perspectiva faltó ahondar más en ciertas circunstancias de la historia o los pensamientos del protagonista, la película logra retratar con crudo realismo, pero sin sensibleros regodeos, una realidad social nacional hasta ahora invisible (no por nada ha causado indignación positiva y negativa en Monterrey), así como una crítica a la guerra contra el narcotrafico de Felipe Calderón, sustentada en eventos de tono más bien grandilocuente como sangrientos y vacuos, que al mismo tiempo olvidaban a todo un sector de jóvenes negados a toda oportunidad de realización personal. Sin caer en melodramas, sensiblerías, alarmismos o falsos actos de contrición, de la Parra logra que podamos generar empatía y compasión, es decir, compartir la pasión de un personaje con el que se puede fácilmente caer en condescendencias.