POR: ANTONIO MEJÍA
Hace algunas semanas asistí al festival de teatro TICA-LABS 2014 en el foro Hugo
Argüelles, donde se presentaron varios grupos de estudiantes del CLDyT y
algunos otros invitados de corte independiente, para mostrar el resultado de un
año de trabajado. Luego, estuve presente en la penúltima función de Autorretrato en sepia de LEGOM, dirigida
por Martín Acosta, en el Juan Ruiz de
Alarcón del CCU de la UNAM (¡qué coincidencia!). También acepté la
invitación a Calidez de Juan
Cristóbal Castillo dentro de la inadvertida muestra de Dramaturgia contemporánea mexicana en el teatro Wilberto Cantón de la SOGEM. Al final,
me sorprendió encontrar una serie de similitudes aun cuando lo mostrado en cada
escenario era radicalmente distinto en sus pretensiones.
En todos los casos, el público no cubría ni la mitad del afore y se
dividía entre asistentes de buena voluntad, paleros y algún curioso despistado,
que los hay siempre. Al margen de su condición e independiente del escenario,
encontré una actitud escasamente comprometida con el otro, como si estuvieran ciertos
de recibir acalorados aplausos y elevadas muestras de admiración. Esta
condescendencia que en el medio artístico sucede especialmente cuando las
galerías y los supermercados son cada vez más parecidos, no tendría relevancia
si el hecho escénico no estuviera comprometido.
Aclaro que entiendo el teatro como una insinuación que hace el artista
desde y obligado por los impulsos de su narrativa personal; dicha insinuación
es traducida o resignificada por el espectador desde y por las necesidades de
su propia narrativa, de tal modo que no importa lo sucedido en el escenario,
será siempre una resignificación plástica de un planteamiento textual o
literal. Por lo mismo, el teatro nunca es sólo texto, ni se refiere únicamente a
la tridimensionalidad que lo hace posible. Es ambos, pero ninguno. Es el
resultado de las posibilidades expresivas al servicio de una concepción de
mundo; y aun cuando pueda resultar inaccesible -como decía T. Kantor-, sí hay
rasgos socioculturales que la determinan y permiten la comunicación con el
otro, el cual es imprescindible.
Considero que en general el teatro mexicano se hizo viejo y que
sobrevive de la descomposición de los que fueron sus postulados más
vanguardistas, recogidos en su mayoría en el extranjero. De allí la dictadura
de las taxonomías teatrales que intenta clarificar todo en la materialidad del
objeto escénico y al mismo tiempo, la postura cerrada a cualquier comunicación
o interlocución que salga de los parámetros establecidos, incluso si se trata
del espectador mismo; de allí, la canonización artística promovida a través de
un conformismo vanguardista oficial que alimenta las expresiones artísticas
burocráticas y políticamente correctas, especialmente si “lo incorrecto” está
de moda y el artista se encuentra preocupado por no ser rechazado. Vemos
artistas que se niegan a la verdad del estar escénico -sea una lectura dramatizada
universitaria o una super-producción de pretensiones universales-, para
acarrear simpatías o adoradores, cuando le es necesaria a toda expresión
artística ejercer esa doble fuerza de rechazo-atracción.
Estamos frente a un teatro cuyas “miradas transversales” no alcanzan
para generar un espacio escénico que construya una atmósfera multisensorial que
abstraiga al intelecto desde la emotividad de los elementos expresivos que nos
igualan como seres humanos, dentro de una región y una época que a su vez
converse con todas las regiones del mundo y todas las épocas. Teatro que
confunde la riqueza visual con la riqueza de objetos; y la sobriedad en la
utilización de los medios expresivos del actor, con una actitud irresponsable.
Así, se confunde la acción como elemento de la historicidad del actor al
servicio de la expresión ficticia (emotiva, racional, psicológica) de un
carácter o argumento, con las interacciones técnicas sobre el escenario.
Lo que ocasiona un teatro donde ejecutantes y espectadores desestiman la
responsabilidad de mantener un estar escénico y así, el público se vuelve
complaciente e irreflexivo y vulgariza el sentido de celebración-comunión para
exigir diversión mientras come sus palomitas y bebe su refresco sin azúcar.
Asimismo, la idea de lo espectacular se presenta como un mero artilugio del
decorativo y no como un medio que, integrado en la construcción del espacio
escénico, funcione para abrir eficaz y contundentemente nuestra sensibilidad estética,
cumpliendo su fin universal: conmover. Finalmente me pregunto qué de
significativo hay en lo presenciado; y regreso a casa dispuesto a explicármelo
a través de estas líneas que ahora comparto.
De este modo considero que se expresa claramente el espectro visible de
la crítica dramática y el estilo de este espacio dedicado al teatro; que siendo
parte indisoluble del mismo, no estaría completo sin usted, estimado lector.