El fetiche de los conceptos nobles e incuestionables
Si la frívola, cursi y ególatra
conciencia social de Michel Franco fornicara con la pretenciosa, cursi y
ególatra fórmula de “cine
de arte” o “cine de autor” de Reygadas; si además los grabara la torpe cámara de Amat
Escalante y
tuviéramos como sustento argumental la idea “original” de un intelectual “a la
carta” como Jorge Volpi, resultaría un producto como Las elegidas, de David Pablos.
Las elegidas no versa ni reflexiona acerca de la violencia de género, tratantes de blancas ni corrupción; no hace una crítica al sistema, ni a
los gobiernos y mucho menos a la normalización del crimen y el asesinato como
medios para determinar los modos de comportamiento de la sociedad, pues para tocar
esos temas, artística y eficazmente, hay que tener un mínimo de criterio y
talento que, por cierto, los antes mencionados no tienen ni de chiripa. Quienes
creen lo contrario, me parece que se están dejando arrastrar por la influenza…
perdón quise decir la influencia del sesgo ideológico de moda. No hay que irse con la luna ni con el
dedo cuando alguien señala el horizonte; y, asimismo, para ver reflexión y arte
donde, evidentemente, no hay.
Las elegidas es en realidad una película ineficiente y pedante, por repetitiva, que narra la sosa historia de amor entre dos
adolescentes
que, a causa de esa insoportable moda de no utilizar actores, por momentos parecen bobos. Dicha
historia está situada o contextualizar a en un medio marginal y convulso, pero Titanic
de James Cameron también y no por eso es contestataria o de menor relevancia
respecto al género en que está inscrita: el melodrama. La incapacidad dramática del elenco es fastidiosa. El cine como la actuación es un arte
que se rige por leyes y técnicas, cuya ejecución precisa no se puede alcanzar con buenas
intenciones.
Desde hace varios años, los
sobrevaluados directores mexicanos “jóvenes” o “emergentes” (eufemismo para ineficaces), que la
visión eurocéntrica de lo “exótico” tiene en gran estima, confunden el género
con el tono y éste con la intensidad. Confunden la anécdota con el argumento y
éste con la acción. Y generan películas ambiguas, desfiguradas, sin pies ni
cabeza que no se sustentan por sí mismas sino a partir de los tópicos de moda,
las buenas intenciones del discurso contracultural políticamente correcto y las “artísticas y buenas conciencias” de sus espectadores.
Por otra parte, hay una sensación de indefinición, como
si quisieran al mismo tiempo hacer una historia comprometida de conciencia
social,
casi documental, y al
mismo tiempo un
cine elevado, metafórico y cuasi metafísico. Sin embargo, dadas sus limitaciones
sobre el papel, es decir, en la construcción del guion, terminan por no atinar a
ninguna. Es también el caso de que los cineastas utilizan como contexto la
deplorable situación de la nación para contar sus historias o para darles
sentido, pero en ninguna se encuentra la visión, punto de vista o postura de
quien las hace: no hay criterio. Todo está tratado desde la abstracción del
discurso al cual alude y éste lo encontramos lo mismo en un político sobre la
tribuna que en un recién ingresado alumno universitario.
Lo más preocupante es que este tipo
de películas se encuentran arropadas por un discurso panfletario lleno de fetiches
contestatarios que no dan posibilidad de crítica. Resulta que decir que es una
historia desgastada, sensiblera, pésimamente actuada, que es una película pobre en sentido, que no habla de lo que cree que habla y que, además de todo, no tiene un
compromiso real, es atentar contra las dignas luchas sociales y los justos
reclamos del pueblo mexicano que sufre de acoso, violencia y yugo. Nada más
maniqueo,
excepto
el terrible juicio de papá Estado.
Así, Las elegidas es una película mal
hecha,
ineficaz
en su argumentación,
donde la prostitución forzada no es más que un pretexto para contar un cursi
historia de amor, cuyos protagonistas son, como diría Alex Lora (es a propósito
la referencia): un poema que el poeta nunca
escribió.
Ahora que, haciendo honor a la verdad, no todo es malo. Hay brevísimos momentos que, aunque no
aportan nada significativo a nivel dramático, son interesantes por el
tratamiento de color y la fotografía.
Directores e historias como ésta seguirán ganando Cannes y recibiendo premios y estando en el gusto del público, especial y específicamente femenino (o de quien quiera quedar bien con el género femenino) y luego pasarán y serán olvidadas por la historia, porque parafraseando al filósofo: cuando un meme como éste logra repararse bajo la sombrilla de conceptos nobles e incuestionables como la libertad y la democracia, puede difundirse sin la necesidad de legitimarse y defenderse de la crítica social[1].
[1] Frabrizio Andreella. El
placer en la trampa de la postmodernidad. La Jornada, No 925 (25 de noviembre
de 2012)