MANUEL CAPETILLO
(O la eterna
historia del individuo desintegrado por el sistema)
PARTE I
Todos
los viernes en Ciudad Universitaria, cerca de las tres de la tarde, un viejito
de paso lento y contemplativo, con bastón y bolsa, con una pulcritud perfecta y
de semblante amable, de carácter serio, seco, concreto y sin ningún problema,
no al menos que echara sobre la humanidad para descargarse en foros
innecesarios como generalmente hacemos todos de alguna u otra forma, bajaba del
pumabus y se dirigía a la Facultad de Filosofía y Letras para dar el Taller de
Crítica durante las siguientes cuatro horas, a un grupo de inconscientes
estudiantes de la carrera de Literatura Dramática y Teatro, inscritos en la
igualmente olvidada “especialización” en Dramaturgia. Por entonces, estábamos
ávidos de escribir y expresar nuestras ideas acerca del teatro, del cine y
verter allí nuestra propia visión del mundo y lo que menos teníamos era
paciencia. Desconocíamos y como en esos casos nadie se atrevía o dignaba a
decirnos (algunos lo aprendimos a tropezones), que en ese momento no teníamos
referentes, ni amplia percepción, ni experiencia estética, ergo, no teníamos
una visión del mundo en ese reducido y coludido universo maternal universitario
donde nos educábamos; así que cuando llegamos a clase y vimos a un viejito con
la bolsa sobre la mesa, sentado con la pierna cruzada, frente a una serie de
sillas vacías, recargado sobre el bastón, perdido en pensamientos o quizá
incluso en esa nada en donde se resuelven los dilemas cósmicos del individuo,
hicimos lo primero que hacen los ignorantes y los petulantes frente a lo
desconocido, frente a aquello que rompe sus parámetros, frente a aquello que
les resulta inexplicable: lo negamos.
Después,
cuando supimos que antes de escribir teníamos, irónicamente, que ver, escuchar
y sobre todo, el dolor de cabeza de todo universitario: leer; y teniendo en
cuenta que por entonces dentro del Colegio había dos o tres profesores que
causaban revuelo entre los alumnos, ya sea por su fama déspota o su hiperactiva
belleza, estar sentado cuatro horas viendo películas largas, gélidas y en
blanco y negro; o estar escuchando cómo hablaba acerca de la observación
artística, de las esencias originarias, de cómo -¡carajo!- Octavio Paz
concentraba una buena parte del pensamiento filosófico y semiológico de
occidente para explicarnos que las palabras son indecibles; o escuchar durante
algunas horas música clásica, esa que todos conocemos pero nadie ha atendido
completa y atentamente, nos desesperaba y perdíamos el ánimos, lo que se
reflejaba en las inasistencias, postergaciones y desprecios. Un par de veces lo
dejamos durante tres horas, sentado solo frente al salón en el silencio mordaz
de un viernes universitario, con las voces enardecidas de borrachos, drogadictos
y enamorados que atiborran impunemente la Ciudad Universitaria. Para nosotros
era un anciano desconocido al cual, casi como limosna, le habían dado una clase
para que sustentará su vejez; un anciano acabado que ante su falta de fuerzas y
de renombre -porque en la universidad como en la vida en México lo que importa
es el renombre aunque no hayas hecho nunca nada que valga la pena- nos hacía
perder el tiempo leyendo el Mono
Gramático, Esculpir el tiempo o
viendo películas que duraban tres horas como mínimo y que no eran del afamado y
casi idolatrado Ingmar Bergman, que para unos estudiantes de grandes
expectativas pero de mente corta, como suelen ser los teatreros, esto era casi
un sacrilegio.
Sin
embargo, pasó el tiempo y pronto asomó la verdad su rostro burlón y severo, y
como toda verdad fue irrefutable; hacia el final del semestre, algunos
estábamos completamente seguros de que ese viejito escondía algo, que tenía
algo qué decir y que no eran tonterías ególatras ni fantasías académicas, ni
líneas ideológicas u oscuras tendencias, como sucede con casi todos en el CLDyT
y comenzamos a escucharlo y lo escuchamos. Ese viejito, que se comportaba como
un buen entrenador de box, haciéndonos repensar una y otra vez el discurso, los
argumentos, los planteamientos de textos ajenos y propios, los elementos
simbólicos en la filmografía de Andrey Tarkovski y que nos iba ayudando a
cimentar un criterio a base de conversaciones, confrontaciones y discusiones
grupales y que además de todo nos permitía conservar nuestra identidad, era, es
y sigue siendo un perfecto desconocido, un perfecto marginado del CLDyT.
Pasó
el tiempo y no podíamos siquiera recordar su nombre, pero yo sabía cómo leer a
Octavio Paz, entendía desde dónde ver la filmografía de Tarkovski, el cine que
anda por esa misma línea, entendí porque Bergman es el favorito de snobs de
cafetería de moda, comprendí cómo ver el cine y casi como giro de tuerca en
película de acción Hollywoodense, de pronto se afinó mi percepción de los
acontecimientos escénicos en cuanto a la simbología y la construcción del
discurso; finalmente pude expresar una crítica sin temor a mi personalidad pero
con un juicio crítico que no me avergonzaría porque no sería servil, mercenario
ni estúpido. Una vez revelado esto supe dos cosas, la primera, que aquel
viejito de cuyo nombre no me acordaba, había sido uno de los mejores profesores
de la carrera con quien tenía una deuda moral; y segundo, que me había
convertido, igual que él, en un marginado de los “marginados a la carta” quienes
pertenecen como fieles devotos o son dueños de las formas y los medios tanto en
el Colegio como en el medio artístico en general.
Siguió
indolente el tiempo su marcha y el viejito murió; cambió el plan de estudios y
la clase se convirtió en optativa y no hubo ni una sola mención, un pésame,
algún comentario de parte de nadie, porque para la institución él era un “Don
nadie” y vi en dicha situación, una vez más, el rostro voluble, mercenario y
vil de la “comunidad” que únicamente vuelve su mirada por cosas tan vulgares
como el placer o el dinero. Ahora, el pasado diciembre se cumplieron 76 años de
su nacimiento y 5 años de su muerte. Su vida es tan interesante como
misteriosa, su soledad, su desesperación, su enojo de desposeído, su visión
religiosa, su imposibilidad, entre muchos otros aspectos, se ven reflejado en
sus textos. Sé que esta reseña biográfica llegará a pocas personas y que serán
menos quienes tengan la curiosidad o el ánimo de llegar hasta este punto,
puesto que no es una figura de moda o de reflectores, sin embargo, así como
eran el espíritu de su taller, estas líneas son, como diría Rubén Bonifaz Nuño:
“…para los que
quieren mover el mundo
con su corazón solitario,
los que por las calles se fatigan
caminando, claros de pensamientos;
para los que pisan sus fracasos y siguen;
para los que sufren a conciencia
porque no serán consolados,
los que no tendrán, los que pueden escucharme;
para los que están armados, escribo.”
con su corazón solitario,
los que por las calles se fatigan
caminando, claros de pensamientos;
para los que pisan sus fracasos y siguen;
para los que sufren a conciencia
porque no serán consolados,
los que no tendrán, los que pueden escucharme;
para los que están armados, escribo.”
Para los que llegan a las fiestas…
Los demonios y los días, 1956
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