miércoles, 8 de enero de 2014

MANUEL CAPETILLO PARTE I

MANUEL CAPETILLO
(O la eterna historia del individuo desintegrado por el sistema)
PARTE I

Todos los viernes en Ciudad Universitaria, cerca de las tres de la tarde, un viejito de paso lento y contemplativo, con bastón y bolsa, con una pulcritud perfecta y de semblante amable, de carácter serio, seco, concreto y sin ningún problema, no al menos que echara sobre la humanidad para descargarse en foros innecesarios como generalmente hacemos todos de alguna u otra forma, bajaba del pumabus y se dirigía a la Facultad de Filosofía y Letras para dar el Taller de Crítica durante las siguientes cuatro horas, a un grupo de inconscientes estudiantes de la carrera de Literatura Dramática y Teatro, inscritos en la igualmente olvidada “especialización” en Dramaturgia. Por entonces, estábamos ávidos de escribir y expresar nuestras ideas acerca del teatro, del cine y verter allí nuestra propia visión del mundo y lo que menos teníamos era paciencia. Desconocíamos y como en esos casos nadie se atrevía o dignaba a decirnos (algunos lo aprendimos a tropezones), que en ese momento no teníamos referentes, ni amplia percepción, ni experiencia estética, ergo, no teníamos una visión del mundo en ese reducido y coludido universo maternal universitario donde nos educábamos; así que cuando llegamos a clase y vimos a un viejito con la bolsa sobre la mesa, sentado con la pierna cruzada, frente a una serie de sillas vacías, recargado sobre el bastón, perdido en pensamientos o quizá incluso en esa nada en donde se resuelven los dilemas cósmicos del individuo, hicimos lo primero que hacen los ignorantes y los petulantes frente a lo desconocido, frente a aquello que rompe sus parámetros, frente a aquello que les resulta inexplicable: lo negamos.
Después, cuando supimos que antes de escribir teníamos, irónicamente, que ver, escuchar y sobre todo, el dolor de cabeza de todo universitario: leer; y teniendo en cuenta que por entonces dentro del Colegio había dos o tres profesores que causaban revuelo entre los alumnos, ya sea por su fama déspota o su hiperactiva belleza, estar sentado cuatro horas viendo películas largas, gélidas y en blanco y negro; o estar escuchando cómo hablaba acerca de la observación artística, de las esencias originarias, de cómo -¡carajo!- Octavio Paz concentraba una buena parte del pensamiento filosófico y semiológico de occidente para explicarnos que las palabras son indecibles; o escuchar durante algunas horas música clásica, esa que todos conocemos pero nadie ha atendido completa y atentamente, nos desesperaba y perdíamos el ánimos, lo que se reflejaba en las inasistencias, postergaciones y desprecios. Un par de veces lo dejamos durante tres horas, sentado solo frente al salón en el silencio mordaz de un viernes universitario, con las voces enardecidas de borrachos, drogadictos y enamorados que atiborran impunemente la Ciudad Universitaria. Para nosotros era un anciano desconocido al cual, casi como limosna, le habían dado una clase para que sustentará su vejez; un anciano acabado que ante su falta de fuerzas y de renombre -porque en la universidad como en la vida en México lo que importa es el renombre aunque no hayas hecho nunca nada que valga la pena- nos hacía perder el tiempo leyendo el Mono Gramático, Esculpir el tiempo o viendo películas que duraban tres horas como mínimo y que no eran del afamado y casi idolatrado Ingmar Bergman, que para unos estudiantes de grandes expectativas pero de mente corta, como suelen ser los teatreros, esto era casi un sacrilegio.
Sin embargo, pasó el tiempo y pronto asomó la verdad su rostro burlón y severo, y como toda verdad fue irrefutable; hacia el final del semestre, algunos estábamos completamente seguros de que ese viejito escondía algo, que tenía algo qué decir y que no eran tonterías ególatras ni fantasías académicas, ni líneas ideológicas u oscuras tendencias, como sucede con casi todos en el CLDyT y comenzamos a escucharlo y lo escuchamos. Ese viejito, que se comportaba como un buen entrenador de box, haciéndonos repensar una y otra vez el discurso, los argumentos, los planteamientos de textos ajenos y propios, los elementos simbólicos en la filmografía de Andrey Tarkovski y que nos iba ayudando a cimentar un criterio a base de conversaciones, confrontaciones y discusiones grupales y que además de todo nos permitía conservar nuestra identidad, era, es y sigue siendo un perfecto desconocido, un perfecto marginado del CLDyT.
Pasó el tiempo y no podíamos siquiera recordar su nombre, pero yo sabía cómo leer a Octavio Paz, entendía desde dónde ver la filmografía de Tarkovski, el cine que anda por esa misma línea, entendí porque Bergman es el favorito de snobs de cafetería de moda, comprendí cómo ver el cine y casi como giro de tuerca en película de acción Hollywoodense, de pronto se afinó mi percepción de los acontecimientos escénicos en cuanto a la simbología y la construcción del discurso; finalmente pude expresar una crítica sin temor a mi personalidad pero con un juicio crítico que no me avergonzaría porque no sería servil, mercenario ni estúpido. Una vez revelado esto supe dos cosas, la primera, que aquel viejito de cuyo nombre no me acordaba, había sido uno de los mejores profesores de la carrera con quien tenía una deuda moral; y segundo, que me había convertido, igual que él, en un marginado de los “marginados a la carta” quienes pertenecen como fieles devotos o son dueños de las formas y los medios tanto en el Colegio como en el medio artístico en general.
Siguió indolente el tiempo su marcha y el viejito murió; cambió el plan de estudios y la clase se convirtió en optativa y no hubo ni una sola mención, un pésame, algún comentario de parte de nadie, porque para la institución él era un “Don nadie” y vi en dicha situación, una vez más, el rostro voluble, mercenario y vil de la “comunidad” que únicamente vuelve su mirada por cosas tan vulgares como el placer o el dinero. Ahora, el pasado diciembre se cumplieron 76 años de su nacimiento y 5 años de su muerte. Su vida es tan interesante como misteriosa, su soledad, su desesperación, su enojo de desposeído, su visión religiosa, su imposibilidad, entre muchos otros aspectos, se ven reflejado en sus textos. Sé que esta reseña biográfica llegará a pocas personas y que serán menos quienes tengan la curiosidad o el ánimo de llegar hasta este punto, puesto que no es una figura de moda o de reflectores, sin embargo, así como eran el espíritu de su taller, estas líneas son, como diría Rubén Bonifaz Nuño:

“…para los que quieren mover el mundo
con su corazón solitario,
los que por las calles se fatigan
caminando, claros de pensamientos;
para los que pisan sus fracasos y siguen;
para los que sufren a conciencia
porque no serán consolados,
los que no tendrán, los que pueden escucharme;
para los que están armados, escribo.”

Para los que llegan a las fiestas…
Los demonios y los días, 1956


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