Soy una persona que gusta del teatro bien realizado y que detesta las estafas;
por lo mismo, casi nunca voy al teatro (esto en la CDMX, en 2016). Si voy a gastar entre $250 - $450
pesos, prefiero que sea en palomitas, refresco y un producto que, aunque carece
de calidad temática, por lo menos está bien hecho. No pretendo malgastar mi
dinero viendo las torpes y ególatras ideas erradas y falsos conceptos de un
ineficaz y mal habido “artista teatral” que además, está allí por el único
“mérito” de la amistad, la lambisconería o la insistencia.
Cuando hablo de teatro bien hecho, me refiero a aquellas expresiones
escénicas que contienen vitalidad y Verdad, independientemente de su hechura,
estilo o corriente; un teatro así, casi nunca se ve en la Ciudad de México y
mucho menos en aquello que se encuentra vinculado a las instituciones
repartidoras de “cash” (becas, estímulos, financiamientos, etc.).
Sin embargo, de cuando en cuando, por invitación o porque soy un buen
televidente, llegan a mí las obras de “la gente de teatro” y es así que canal 22
transmitió La vida es sueño, de
Calderón de la Barca, en versión de Claudio Valdés Kuri, presentada recientemente en el
Centro Cultural del Bosque. Lo primero que pensé fue que tenía una buena
dirección de cámaras, como si lo hubieran ensayado para su grabación en tv; y,
aunque no llega al nivel de las producciones europeas, parece que en México ya
aprendimos a presentar teatro en video.
Lo segundo que pensé fue lo siguiente: la "adaptación" o
“lectura” (que ya es mucho decir), que hizo Claudio Valdés Kuri, resultó en una
fantasía jarocho-homo-erótica, propia de un imbécil ignorante que no sabe leer;
hecha sobre la escena por (eso parecían) unos imbéciles ignorantes que no
saben leer y, por ende, no saben hablar, pero eso sí, muy delgados. Ésta versión logró, sobre la escena,
exterminar toda la belleza del texto. Estoy de acuerdo en que los actores
tienen que comer y por esto, a veces aceptan participar en proyectos
mezquinos, pero esto no los excluye de la responsabilidad de promover la
mezquindad, la mediocridad y demás actitudes mercenarias ¿Por qué, cuando se
trata de un actor haciendo telenovelas en televisa o tv azteca, se le critica
con todo rigor; mientras que un actor en teatro haciendo una obra mezquina, se le trata con
consideraciones especiales? ¿Con qué calidad moral se puede criticar la
corrupción, cuando actuamos corruptamente en nuestra cotidianidad? Y todavía es peor cuando el actor se deja convencer por ideas estúpidas, ya sea
por amistad o por enajenaciones mesiánicas, porque hablar de ideologías es
demasiado, en este caso.
Como sea, mientras veía esta obra de Valdés Kuri, recordé que uno entra a la carrera de teatro con prejuicios e ideas preconcebidas que
luego se complejizan o se enredan. El asunto es que, cuando se trata de hacer
tu primera puesta en escena, quieres meter y hacer notar tus referentes y todas
aquellas influencias que consideras nuevas, vanguardistas y auténticas; luego
aprendes dos o tres ejercicios de calentamiento, concentración o de técnica
teatral y dos o tres estilos y corrientes estilísticas, y también los metes; lo
que queda es lo que, anteriormente, se denominaba “Papaya cósmica”, es decir,
una mezcla desproporcionada y desbocada
de ocurrencias sin sentido que, inevitablemente, aparecen en cada
generación. Y si, además de todo, tienes ínfulas de grandeza porque piensas que
tienes una visión del mundo que nadie más tiene, pues la payasada se completa.
Es así que, este montaje de Claudio Valdés Kuri contiene todos y cada
uno de los errores que un ignorante primerizo cometería; pero, además, se suma cierta lamentable imbecilidad, cada vez más cotidiana en el
“medio teatral”. Era notorio que los actores no sabían qué estaban diciendo, de qué
hablaban. Era notorio que había una confusión entre volumen e intensidad, entre
proyección, expresión y expresividad; las técnicas más elementales de la
representación eran tan deficientes que la actuación terminaba por ser un
“ilustrar” nivel primaria el día de las madres, así de acartonado,
gritado, sobreactuado, impostado, desarticulado y torpe.
En este sentido, el texto de Calderón fue un mero pretexto para darle un
marco dorado a las insufribles fantasías del director. Cuando espectáculos escénicos de la más alta calidad
internacional están a dos googleadas de distancias, se hacen todavía más
notorios el cliché, así como los recursos desgastados hasta el ridículo y revisitados de manera incompetente. Era notorio el fastidio del público y la nula conexión con la escena. Era notorio que allí no había espacio escénico, no había acontecimiento, no había teatro y con todo, al final el público aplaudió y siguió aplaudiendo en un acto
mecánico, como parte del protocolo de asistir al teatro, como aquella persona
que enciende el televisor no para verlo, sino para escuchar algo mientras lleva
a cabo sus alienantes actividades cotidianas.
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