EDITORIAL
Recién habíamos entrado a la Licenciatura
y estábamos ávidos no sólo de conocimiento sino de experimentar, crear y
arrojarnos a las profundidades del fenómeno teatral. Desconocíamos entonces que
el Teatro, como todo en esta vida -por lo menos en México-, se trata más de
relaciones que netamente de vocación artística; y asimismo, que la escena mexicana tiene su lado “B” o
espacio marginal, donde se encuentran todos aquellos seres de carácter oscuro y
terrible que parecen, como decían nuestros padres: “estar en contra de todo y a
favor de nada”. Triste o satisfactoriamente, nosotros formábamos parte de ellos
y aunque un poco insolentes, la conciencia de la propia ignorancia, que fuimos
adquiriendo conforme nos dábamos a pensar con mayor intensidad en el acontecimiento
escénico, siempre nos devolvió a la tierra. Así hemos tratado de llegar a la
medula del arte dramático, según nuestra propia concepción del Teatro; pero así
también, nos ganamos la desconfianza de profesores acostumbrados a las
muchedumbres idólatras y la antipatía de aquellos personajes propositivos, que
habiendo nacido en el lado “A” de la vida, han tenido las puertas del quehacer
profesional no sólo abiertas sino preparadas para su llegada. Pasado el tiempo
sucedió que la colectividad se partió en tres: desgraciados, privilegiados y
exiliados; así, quienes estaban destinados a perecer en el camino sucumbieron a
su nefasto destino; aquellos agraciados que también, aunque en sentido
completamente contrario, estaban destinados al éxito, llegaron a él,
independientemente de las actitudes, barbaridades o limitaciones artísticas. Y
finalmente, aquellos pocos que íbamos por el filo de la navaja sin partirnos
pero sin salvarnos, seguimos resistiendo la agonía de un destierro de los
escenarios que nos obligaría a pensar el Teatro sin poder estar nunca en él.
Era la década de los 90´s y más
allá de las circunstancias, florecía un ambiente creativo, y en todos (desgraciados,
privilegiados y exiliados), había hambre de exploración, respeto por el aspecto
sagrado de la escena y consciencia de lo trascendental del acontecimiento dramático.
No diremos que fueron bellas épocas porque no fue así, al menos no para nosotros
que íbamos aprehendiendo el Teatro a tumbos y tropezones, pero a no ser que la nostalgia nos traicione, las
muestras internas de aquellos años (cuya persistencia se la debemos en gran
medida al Mtro. Lech Hellwig-Górzynski) eran interesantes ejemplos de
reflexiones dramáticas en la búsqueda de una voz personal, donde lo mismo se
podía encontrar atractivas representaciones que iban desde Esquilo y Rodolfo
Usigli hasta Heiner Müller, pasando por distintos géneros y propuestas, unas
más afortunadas que otras; sin embargo, se notaba la preocupación por la
eficacia y el compromiso artístico. Ejemplo de ello fue Escorial de Michel de Ghelderode,
bajo la dirección de Abril Alcaraz o Me
llega una carta, de Rodrigo García bajo la Adaptación y Dirección de
Natalia Cament, la cual obtuvo varios reconocimientos internacionales. Aun
cuando el tratamiento y el estilo no fueron de nuestro completo agrado, era de
celebrarse el trabajo detallado y minucioso en todos los elementos que
intervienen en una escenificación, comenzando por el análisis correcto del
texto dramático y culminando con la creación de una atmósfera multisensorial
completa que atrapaba totalmente la atención del espectador, generando así lo
que conocemos pero pocas veces experimentamos: el hecho escénico, el
acontecimiento dramático, el fenómeno teatral. Dicho trabajo podía (y lo hizo)
competir con cualquier representación profesional, nacional y extranjera, y
salir victoriosa.
Pero como diría Jaime Gil de
Biedma “ha pasado el tiempo y la verdad triste asoma…”, ahora nos encontramos
con generaciones a las cuales les falta imaginación y les sobra protagonismo.
Generaciones que confunden el espacio vacío donde se engendra la creación, con
el caos, con la relatividad de la palabra o la informe libertad absoluta; que
confunden la expresividad escénica con los ejercicios de entrenamiento de la
expresividad escénica; que en la mezcla mal conocida de corrientes y estilos,
en la ambigüedad de una moda que retoma el posmodernismo y el pensamiento de
las vanguardias artísticas del S. XX, estudian teatro para negar el teatro y
exigen caprichosamente los secretos del drama para negar el drama. ¿Qué es lo
que ocasiona este retroceso o al menos este estancamiento que lleva casi diez
años? ¿Qué hace la diferencia entre una generación y otra cuando las
deficiencias y las carencias padecidas son las mismas: instalaciones
miserables, trabajadores caprichosos y poco productivos, cátedras repetitivas,
ineficientes o poco significativas para un fin concreto; un inexistente régimen
específico que prepare intelectual, física y en general, vitalmente al
estudiante; la nula creación de cuadros profesionales que vinculen a las
generaciones con el trabajo profesional, entre muchas otras cosas?
No podríamos atrevernos a
decir que lo sabemos o que lo intuimos siquiera, sin embargo, en nuestra
reciente experiencia con los jóvenes estudiantes que presentan sus trabajos,
pareciera que “la libertad creativa” que propicia el recientemente aprobado
plan de estudios, con la creación de los Laboratorios o los TICAS, ocasiona una
imposibilidad de cuestionar los motivos y las formas que se le ocurren a los
insipientes directores de escena; al mismo tiempo parece que al no haber un
momento para el punto de vista crítico (ya que el público que asiste a las
temporadas del CLDyT no es ni siquiera aficionado al teatro), se genera un
desentendimiento, es decir, una irresponsabilidad por parte de la Institución -que
involucra trabajadores, autoridades, profesores y estudiantes-, acerca de los
mecanismos y fines de los resultados presentados; esto por necesidad obliga a
demeritar la autocrítica y dejar que las cosas ocurran como y desde donde puedan
transcurrir, provocando lo que según nuestra percepción del teatro no debe
suceder en la construcción de la maquinaria teatral, no al menos como regla: la
indiferencia. Es por esto que ahora nos damos a la tarea, para contribuir con
un granito de arena desde este destierro al que nos hemos resignado, de hacer
una crítica con el propósito de ayudar a los estudiantes a nutrir su conciencia
del fenómeno teatral. Con la libertad del loco y sabiendo que es muy probable
que todo caiga en oídos sordos, desde lo profundos o ingenuos que puedan ser
nuestros planteamientos y dada nuestra condiciones de seres de teatro exiliados
del mismo, habremos de expresar nuestras ideas sin concesiones pero sin dolo. En
esta ocasión hablaremos acerca de las obras presentadas en la Temporada Teatral
de Primavera 2013 del Colegio de Literatura Dramática y Teatro: 23.344
de Lautaro Vilo, Dirigida por Gustavo Beltrán Méndez; LA
MUERTE DE CALIBÁN (CANCIÓN
POPULAR) de Magda Fertacz, Dirigida por Alejandra Itzel Aguilar
Domínguez; CUARTETO PARA CUATRO ACTORES
de Boguslaw Schaeffer, Dirigida por Efraín Pérez Álvarez; y, UN RICO, TRES POBRES de Louis
Calaferte, Co-Dirigida por Aurora Gómez Meza e Isabel Yurai Terán Ibarra. Esperamos
que la palabra, tan demeritada últimamente, sea provechosa para los trabajos realizados,
los que están en proceso y los que están por nacer; asimismo, que valga para
todos: privilegiados, desgraciados y exiliados del Teatro.
ATENTAMENTE
El Club de
los Espíritus Sangrantes
Diego Henestrosa
Adrián Ledesma Rodríguez
Israel Antonio Mejía Ortiz
Doménica R. Castellanos
Ciudad Universitaria
México, D. F., a 20 de mayo de 2013
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