FICHA
TÉCNICA
Afterplay. Secuelas
chejovianas
De:
Brian Friel
Dirección: Ignacio Escárcega
Traducción: Alfredo Michel
Dirección: Ignacio Escárcega
Traducción: Alfredo Michel
Elenco:
Mónica Dionne,
Rodolfo
Arias,
Marcial
Salinas
Martha
Moreyra
Diseño
de escenografía y vestuario: Teresa Alvarado.
Diseño
de escenografía e iluminación: Anabel Altamirano.
Asistente
de producción: Paloma de la Riva.
Asistente
de dirección: Isael Almanza.
Difusión
y relaciones de la compañía: Johana Trujillo
Por:
Israel Antonio Mejía Ortiz
Siendo
la esencia más complicada de abordar y la menos valorada, La Pieza es el género dramático del pathos, por excelencia, del hombre sin Dios, abandonado
en una circunstancia que dura pero no deviene ni acaba, sólo se desgasta en sí
misma; habla de la negación desesperada de la Verdad, pero ésta es ineludible. El
conflicto no brota, está expuesto; el personaje es destino y circunstancia e intenta
desentrañar sus tendencias innatas. No es aceptación trágica, es negación
patética. En escena vemos el mecanismo de la mentira sobre la complejidad de la
naturaleza inmutable del hombre. Se necesita inteligencia y sutileza para
representarla y en Afterplay sucede
la comunión: un clásico imprescindible como Chejov; un dramaturgo inteligente y
mordaz como Brian Field; un director con maestría en su oficio (conocer a los
hombres) y un elenco versátil, con las herramientas técnicas y humanas para
mostrarnos la Verdad a través de la
mentira. Con la sobriedad propia del tono realista y una estilización que
remite al viejo teatro ruso, los elementos aportan a la creación del espacio,
entendido como la materialización de un acontecimiento único en el pragmatismo
del tiempo. Por medio del desentrañamiento de lo profano se abren las puertas
de lo sagrado.
Desde
el inicio se presiente que aquello que no
se dice en escena, es precisamente de lo que se está hablando. Por medio de
los pequeños detalles en la intención y el vestuario se aprehende el carácter
del personaje y las circunstancias del drama; lo interesante deja de ser el qué y se traslada al cómo, que es inmisericorde. La catarsis es implosiva, las energías
no se liberan, se acumulan y contienen; no hay reconciliación dado que la
inercia de la predeterminación existencial es más poderosa que la voluntad
humana. Se puede decidir qué hacer
con lo que se tiene, pero no qué se
tiene; esto es justamente el conflicto de
Sonia y Andrei, tanto como de Elena Ivanova y Grigory. En el primer caso,
los personajes dominados por sus demonios intentan negarse a sus instintos; en
el segundo caso, la negación es una máscara para conseguir lo deseado sin ser
juzgados por ello. Los personajes en La Pieza
también son cínicos.
Las
condiciones del drama están puestas: de lo clásico a lo posmoderno, un texto
que expone la Verdad, sin hablar de ella (Chejov-Brian Fiel) y que diversifica
el sentido del argumento. Un director con sensibilidad psicológica y emotiva
para expresar lo indecible, que no cae en sensiblerías o impostaciones y que es
brutal con los personajes pero al mismo tiempo puede compadecerles y así llegar
a detalles medulares como la inflexión de un tono o la posición de un objeto; a
niveles íntimos del ser. Se necesita un escenógrafo que trabaje para el
desarrollo del acontecimiento y no para su lucimiento personal. De actores como
Marcial Salinas, capaces de sostener un reparto y hacer gala de su maestría actoral,
que proviene de la comprensión de la esencia teatral: el carácter humano. Como
Rodolfo Arias que expande y contrae su capacidad histriónica, según las condiciones
del drama. Y finalmente de una Diva como Mónica Dionne quien transita por los
insondables trasfondos de la identidad femenina y los proyecta claramente. El
proceso de la inspiración, que es el momento en que la vocación alcanza su
máxima evolución técnica, hace que suceda el Teatro y asimismo sucede la vida.
Sus dos más grandes problemas no tienen que ver siquiera con la escenificación,
más bien con la tendencia hacia las emociones fáciles que impera actualmente,
sobre todo en la escena mexicana; y la marginación del género en un país
dominado por el melodrama lacrimoso, la comedia ligera y la ambigüedad
postdramática. Cuando nadie quiere saberse, como diría Octavio Paz, puestas en
escena como Afterplay no gozan de la
popularidad ni del reconocimiento que se merecen, aun cuando su trascendencia
es amplia.
Al
final, la existencia se abre y el éxtasis del tiempo sucede en escena, Ignacio
Escárcega se sublima como creador. Rodolfo Arias alcanza la universalidad a
partir de su condición individual de actor. Y Mónica Dionne desgarra su
mortalidad para convertirse en diosa. Cuando una obra termina, si es buena, el
espectador entiende algo de su relación con la vida. Cando se ha presenciado Afterplay el espectador comprende la
insoportable inevitabilidad del Ser.
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