viernes, 10 de mayo de 2013

LA INSOPORTABLE INEVITABILIDAD DEL SER (Afterplay. Secuelas chejovianas)


FICHA TÉCNICA

Afterplay. Secuelas chejovianas
De: Brian Friel
Dirección: Ignacio Escárcega
Traducción: Alfredo Michel
Elenco: Mónica Dionne,
Rodolfo Arias,
Marcial Salinas
Martha Moreyra
Diseño de escenografía y vestuario: Teresa Alvarado.
Diseño de escenografía e iluminación: Anabel Altamirano.
Asistente de producción: Paloma de la Riva.
Asistente de dirección: Isael Almanza.
Difusión y relaciones de la compañía: Johana Trujillo

Por: Israel Antonio Mejía Ortiz

Siendo la esencia más complicada de abordar y la menos valorada, La Pieza es el género dramático del pathos, por excelencia, del hombre sin Dios, abandonado en una circunstancia que dura pero no deviene ni acaba, sólo se desgasta en sí misma; habla de la negación desesperada de la Verdad, pero ésta es ineludible. El conflicto no brota, está expuesto; el personaje es destino y circunstancia e intenta desentrañar sus tendencias innatas. No es aceptación trágica, es negación patética. En escena vemos el mecanismo de la mentira sobre la complejidad de la naturaleza inmutable del hombre. Se necesita inteligencia y sutileza para representarla y en Afterplay sucede la comunión: un clásico imprescindible como Chejov; un dramaturgo inteligente y mordaz como Brian Field; un director con maestría en su oficio (conocer a los hombres) y un elenco versátil, con las herramientas técnicas y humanas para mostrarnos la Verdad a través de la mentira. Con la sobriedad propia del tono realista y una estilización que remite al viejo teatro ruso, los elementos aportan a la creación del espacio, entendido como la materialización de un acontecimiento único en el pragmatismo del tiempo. Por medio del desentrañamiento de lo profano se abren las puertas de lo sagrado.

Desde el inicio se presiente que aquello que no se dice en escena, es precisamente de lo que se está hablando. Por medio de los pequeños detalles en la intención y el vestuario se aprehende el carácter del personaje y las circunstancias del drama; lo interesante deja de ser el qué y se traslada al cómo, que es inmisericorde. La catarsis es implosiva, las energías no se liberan, se acumulan y contienen; no hay reconciliación dado que la inercia de la predeterminación existencial es más poderosa que la voluntad humana. Se puede decidir qué hacer con lo que se tiene, pero no qué se tiene; esto es justamente el conflicto de  Sonia y Andrei, tanto como de Elena Ivanova y Grigory. En el primer caso, los personajes dominados por sus demonios intentan negarse a sus instintos; en el segundo caso, la negación es una máscara para conseguir lo deseado sin ser juzgados por ello. Los personajes en La Pieza también son cínicos.

Las condiciones del drama están puestas: de lo clásico a lo posmoderno, un texto que expone la Verdad, sin hablar de ella (Chejov-Brian Fiel) y que diversifica el sentido del argumento. Un director con sensibilidad psicológica y emotiva para expresar lo indecible, que no cae en sensiblerías o impostaciones y que es brutal con los personajes pero al mismo tiempo puede compadecerles y así llegar a detalles medulares como la inflexión de un tono o la posición de un objeto; a niveles íntimos del ser. Se necesita un escenógrafo que trabaje para el desarrollo del acontecimiento y no para su lucimiento personal. De actores como Marcial Salinas, capaces de sostener un reparto y hacer gala de su maestría actoral, que proviene de la comprensión de la esencia teatral: el carácter humano. Como Rodolfo Arias que expande y contrae su capacidad histriónica, según las condiciones del drama. Y finalmente de una Diva como Mónica Dionne quien transita por los insondables trasfondos de la identidad femenina y los proyecta claramente. El proceso de la inspiración, que es el momento en que la vocación alcanza su máxima evolución técnica, hace que suceda el Teatro y asimismo sucede la vida. Sus dos más grandes problemas no tienen que ver siquiera con la escenificación, más bien con la tendencia hacia las emociones fáciles que impera actualmente, sobre todo en la escena mexicana; y la marginación del género en un país dominado por el melodrama lacrimoso, la comedia ligera y la ambigüedad postdramática. Cuando nadie quiere saberse, como diría Octavio Paz, puestas en escena como Afterplay no gozan de la popularidad ni del reconocimiento que se merecen, aun cuando su trascendencia es amplia.

Al final, la existencia se abre y el éxtasis del tiempo sucede en escena, Ignacio Escárcega se sublima como creador. Rodolfo Arias alcanza la universalidad a partir de su condición individual de actor. Y Mónica Dionne desgarra su mortalidad para convertirse en diosa. Cuando una obra termina, si es buena, el espectador entiende algo de su relación con la vida. Cando se ha presenciado Afterplay el espectador comprende la insoportable inevitabilidad del Ser.

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