lunes, 20 de mayo de 2013

LA MUERTE DE CALIBÁN (Canción popular), de Magda Fertacz


FICHA TÉCNICA:
Dirección: Alejandra Aguilar Domínguez
Asistente de dirección y traspunte: Talía Yael Rodríguez
Dramaturgista: Valeria López
Producción ejecutiva: Carolina Berrocal
Relaciones públicas: Aldo Raymundo Martínez
Difusión: Valeria López y Carolina Berrocal
Diseño gráfico y escenografía: Cynthia Herrera
Vestuario: Andrea Pacheco
Diseño de iluminación: Jesús Núñez
Equipo técnico: Tanía Jessica Vázquez, Alicia Méndez, Mauricio Baylón, Alejandro Moreno y Humberto Trejo.
Patrocinador: CODY-ADYELEC
ELENCO: Los de aquí: Rogelio Lobatón (BUENO), Héctor Sandoval (ARTISTA, Andrea Pacheco (MUJER), L. Alfredo Cruz (HOMBRE), L. Ángel Gómez (HOMBRE CORRIENTE); los de ahí: Jesús Antonio Núñez (JESÚS PRIVATIZADO) Pedro Daniel González (PEDRO PRIVATIZADO), José Miguel Nuche (MIGUEL PRIVATIZADO), Juan Pablo Cervantes (EL NEGRO QUE SE TRAGÓ AL HIJO), Nelly Gabriela González (LIMPIADORA); desde el vientre: Diego Raymundo (VOZ DEL HIJO),; de plástico: Karla Cervantes y Amira Marroquín (CORISTAS)
Duración: 90 minutos



Por: Diego Henestrosa

Dentro de la amplia gama de problemas que tiene La Licenciatura del Colegio de Literatura Dramática y Teatro, a mi juicio, dos son los más grandes y de mayor repercusión para el proceso formativo de los estudiantes: por un lado, la falta de un entrenamiento de la imaginación escénica; por otro lado, la pobre comprensión dramática de los textos a representar. Esto es irónico si se toma en cuenta que es una de las escuelas de teatro más prestigiadas por su historia, su trayectoria y su tradición de reivindicar el texto dramático como parte sustancial de la escena. En LA MUERTE DE CALIBÁN se conjuntan ambas carencias y son obvias. En épocas anteriores cuando había cinco o seis obras por semestre en una misma cátedra, por el descuido propio de la acumulación, podrían haberse justificado tal cantidad de errores, sin embargo, en procesos unitarios de casi un año de duración, aun cuando se realizan dentro de un proceso formativo, esto es inaceptable. No me refiero a los detalles en constante perfeccionamiento, me refiero al evidente descuido por parte de directores y profesores.

Los problemas de este trabajo comienzan con el título elegido, ya que presenciando la totalidad de la obra, nos damos cuenta que todo versa acerca de las determinaciones morales y éticas del “hombre común”, generalización que simboliza la conciencia del Ser Humano; y así, mientras este inexistente “Calibán”, que tiene identidad en la obra por medio de “EL NEGRO”, se convierte “en-uno-que-puede-ser-cualquiera-de-los-oprimidos”; el hombre común, representado por “EL HOMBRE CORRIENTE”, a través de una confrontación directa con el público a la que obliga el argumento, pasa a ser “un-cualquiera-que-es-Uno”, con las responsabilidades históricas que esto trae consigo; de allí que el personaje principal no se ve representado en “un Calibán”, sino en la identidad del “colaborador” que es el “HOMBRE (común y) CORRIENTE”. Luego siguen los problemas con el tratamiento dramatúrgico del texto, que hacen del universo cerrado de la obra, un montón de lugares ambiguos. Esto porque el tratamiento se hace a partir de los elementos con los que cuentan en escena y no respecto a un contexto y percepción de la realidad, donde no hay necesidad de ir hasta Francia para encontrar pretensiosos artistas de Starbucks o “criados-exóticos-miserables-incivilizados-que-se-tragan-a-sus-hijos”, porque todo ello se encuentra en la realidad cotidiana e histórica de nuestro país. La obra habla de un sistema global del marketing que promueve “sociedades líquidas del marketing” a través de un falso altruismo (como todos los altruismos), basadas en la enajenación del deseo. De cómo los controladores del poder establecen un sistema de dominación que es una implementación sofisticada del campo de concentración nazi, donde en lugar de obligarnos por la fuerza a perder la identidad cultural, la historicidad del individuo, somos los oprimidos quienes nos vemos inducidos a desear pertenecer a dicho sistema, a causa de una fantasía ególatra dada en todos niveles y clases que nos conduce a perder nuestra narrativa histórica; trata de cómo el público, el hombre común, aquel que sobrevive a las jornadas de trabajo para abarrotar los raitings televisivos, aquellos que compran los productos de la propaganda y que son la fuerza de trabajo de las naciones, cómo todos ellos, es decir, todos nosotros, justificamos diariamente ese sistema bajo el lema de los colaboradores nazis, “Yo sólo hago mi trabajo; hago lo necesario para sobrevivir; sólo sigo órdenes”. Por consiguiente -y aunado al tono moralista, melodramático y panfletario del discurso de la Dirección, que martiriza y victimiza al oprimido transportándolo, contradictoriamente, a un estado de sublimación-, la crítica social no se logra, a pesar de la reiteración innecesaria de referencias acerca de una sociedad alienada.

Los errores en el aspecto técnico, como la insuficiente calidad de un diseño sonoro y lumínico timorato, van de la mano con una percepción ineficaz del espacio. Los elementos en escena cumplen la función de ilustrar pero al estilo de pastorela de secundaria; su presencia no dice nada, no genera niveles ni significa nada. El material de que están hechos empobrece la imagen y genera un abultamiento que reduce las posibilidades del juego escénico. Asimismo, parece que los actores no tienen claro cuál es el género y el tono que están trabajando; mientras algunos tratan de llegar a la farsa a través del cliché, otros pretenden apegarse a un estilo realista, sin embargo, su juventud, inexperiencia y poca labor reflexiva, los conducen a no más que una caricatura. El vestuario es incongruente con la naturaleza de los personajes y esto sucede por la insistencia en ilustrar los estereotipos, por el desconocimiento de lo que se conoce como “imagen” en teatro, es decir, si hablo de un caballo en alguna obra, por ejemplo, a menos que se trate de una producción millonaria y sea absolutamente necesario, sería un error querer ilustrarlo ante la imposibilidad de tener uno real en escena; basta con su cola o su crin, puestas en el momento y con el sentido adecuado, para que el símbolo surja por sí solo y la idea nazca, entonces el espectador en su trabajo interior sabrá, “¡Ah!, eso es un caballo y significa esto o aquello”. La disparidad en la calidad y estilo del vestuario enmarcan perfectamente la disparidad de energía y trabajo actoral: en tanto unos desbordan voz, postura y movimientos, otros se quedan cortos o acartonados. Las herramientas del actor son bastas y complicadas de dominar, cuando no es dado naturalmente la capacidad de matizar, y los actores de esta obra no controlan su materia de trabajo: desde posturas y posiciones incorrectas sobre la escena, tonos chillones y molestos que no son propiciados por las necesidades del personaje sino por la incapacidad de modular la voz, hasta las actrices que carecen de la potencia necesaria para llenar el espacio o los actores que tienen un tono impostado monótono y francamente molesto, como es el caso de quien representa a “EL NEGRO”, hasta el actor que cierra la obra, todos confunden intensidad con volumen y drama con melodrama.

Finalmente, hay avisos de planteamientos interesantes pero en general es una obra con muchas carencias técnicas y sin una visión individual concreta o bien realizada en escena. Los estudiantes del CLDyT no han querido entender que el teatro es un espacio de símbolos y resignificaciones; insisten en la literalidad y por ende, en ilustrar mal la escena (otro término que se presta a la confusión); de allí que muchos prefieran obras de corte posmoderno o hechas con herramientas estilísticas como la narraturgia, ya que los piensan más fáciles de escenificar, pero con una imaginación limitada, las complicaciones crecen exponencialmente. Esto es notorio en LA MUERTE DE CALIBÁN, sobre todo en el rompimiento que da punto final a la obra y que no se logra, pues lo que debería ser un distanciamiento reflexivo, es en realidad, incertidumbre ocasionada por un planteamiento mal ejecutado que no se concreta. En general es un buen intento, pero sólo eso.

Un artista cineasta, de cuyo nombre no quiero acordarme, decía que mientras la sangre en el cine es un elemento potente y espectacular porque nos remite inmediatamente a la visceralidad de la realidad, en teatro carece de fuerza y verdad; esto porque el cine, independientemente del género y el tratamiento en cuestión, es una representación ilustrativa que accede, cuando se hace bien, a la dimensión simbólica a través la materialidad de la conciencia histórica. En teatro, la sangre necesariamente es algo más, ya que en escena, por sí misma, carece de la potencia que tiene en la realidad porque el teatro necesita resignificaciones, es decir, revelar la multiplicidad de sentidos de “un-algo”; esto porque es un espacio de símbolos, una dimensión simbólica que penetra la realidad temporal, la conciencia histórica, a través de la narrativa personal, donde la materialidad de ese “un-algo” resulta entonces innecesaria; pero siempre será determinante y vital la presencia de su significado. En conclusión, el sitio al que pretende llegar LA MUERTE DE CALIBÁN es el correcto y el sentido está allí, pero necesitan atraparlo para que logren pasar de ilustrar la materialidad de la escena al acontecimiento simbólico del drama.

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