viernes, 31 de mayo de 2013

Reflexiones sobre el arte dramático y la tendencia hacia la supresión del sentido.

Por: Antonio Mejia Ortiz

El tránsito que conduce hacia la creación de una obra puede ser expresada en tres momentos: prefiguración-configuración-reconfiguración;[1] entendidos como el contexto intelectual cultural e histórico-la disposición de dicho contexto, aplicado a la obra con un sentido específico-la conclusión que deviene de enfrentar nuestros horizontes con aquel horizonte que posee la obra misma. Sin embargo, las tendencias actuales en las artes escénicas, al intentar suprimir el drama -el cual entienden como ficción innecesaria en la confrontación con los hechos de la realidad-, eliminan la configuración del acto creativo y privan al espectador[2] del proceso de reconfiguración que conduce a una conciencia más amplia de sí mismo, de los otros y la existencia. Dicho proceso, que antiguamente se persiguiera en el trance ritual, tiene su traducción secular en el mundo contemporáneo a través de la suma de las formas del arte, no en la negación de éstas.
En principio, el teatro se construye a partir de las características básicas y universales del Ser, que son trascendentes a toda cualidad particular. Y se sustenta en una condición imperecedera y fundamental para el hombre: la alteridad; la capacidad de no ser únicamente distintos unos de otros, como objetos físicos, sino de podernos diferenciar en tanto que seres y expresar esta distinción para poder comunicar nuestro propio Ser y así encontrar, primero la unicidad; y segundo, la pluralidad:
La Cualidad humana de ser distinto no es lo mismo que la alteridad […] La alteridad es un aspecto importante de la pluralidad, la razón por la que todas nuestras definiciones son distinciones, por la que somos incapaces de decir que algo es sin distinguirlo de otra cosa. La alteridad en su forma más abstracta sólo se encuentra en la pura multiplicación de objetos orgánicos […] Pero sólo el hombre puede expresar esta distinción y distinguirse, y sólo él puede comunicar su propio yo y no simplemente algo […] En el hombre, la alteridad que comparte con todo lo que es, y la distinción, que comparte con todo lo vivo, se convierte en unicidad, y la pluralidad humana es la paradójica pluralidad de los seres únicos”.[3]
De allí que la negación del teatro, de la representación y de la escenificación (como objetos artísticos que intentan hacer una reinterpretación de los mecanismos de la vida por medio de una acción y un discurso), sea una falacia. Lo-que-es, no puede ser lo-que-no-es, así como no puede dejar de ser lo-que-es:
“El Ser{201} se entiende de lo que es accidentalmente o de lo que es en sí […] Ser, esto es, significan que una cosa es verdadera; no-ser, que no es verdadera, que es falsa, y esto se verifica en el caso de la afirmación como en el de la negación […].[4]
Hablar de “no-teatro”, “no-actor”, “no-representación”, es hablar de la eliminación impositiva, irracional y totalitaria del arte dramático. La “no-escenificación”, la “no-representación”, no es teatro, no es arte escénico, no es “teatralidad” como tal. Un “no-actor” puede ser un bailarín, un cantante o un transeúnte, pero esencialmente es una persona que no representa, lo que no implica que carezca de capacidad mimética. Sin embargo, construir un argumento -ensayado y elaborado premeditadamente- frente a un público, es inevitablemente actuar, interpretar o representar. Anteponer una negación a un concepto es, por lógica básica y sentido común, hablar de la ausencia de dicho concepto, de la supresión del concepto o del sentido del mismo. Por ejemplo, la exposición de la “no-luz”, no es mostrar un tipo diferente de luz o un “accidente” de la luz; esencial y fundamentalmente es la exposición de la ausencia de luz: la oscuridad.
El teatro es una iniciativa que hace una pregunta acerca de lo humano (de las posibilidades del ejercicio de la libertad) e intenta responderla. “Se constituye fundamental y básicamente de una acción y un discurso, aun cuando los actos se realicen a manera de discurso[5]. La ley de la conservación de la materia oley de Lomonósov-Lavoisier” dice que la materia no se crea ni se destruye únicamente se transforma, de allí que no se pueda hacer pasar por “no-luz” a la materia o la energía; son conceptos que se empatan y corresponden, pero sustancialmente distintos. Aunque en la ausencia de luz persiste la energía y/o la materia, eso que queda ya no es luz, es otra cosa. Hacer pasar el “no-teatro” y al “no-actor” como una forma vanguardista, distinta o superior del teatro o la actuación, es un embuste porque en esencia, el hecho se trata de un ser que representa por medio de la acción y el discurso, frente a un ser que asimila, recibe o especta. El “no-actor”, en todo caso, es el hombre que no representa por iniciativa sino por instinto mimético, espontanea e íntimamente; no tiene público ni ganancia económica por el hecho en sí, ni ha reconfigurado a priori una acción o un discurso. De cualquier forma, las propuestas que pretenden suprimir los conceptos medulares del teatro son siempre superficiales, sosas e incoherentes, porque finalmente no comunican, no quieren decir nada. Estas propuestas se basan, como antes he dicho, en la supresión del sentido. El “no-actor” que actúa es una contradicción, un sinsentido, que “hace como que no hace lo que hace”; así de obtuso como suena. Los trabajos que salen de las aulas universitarias en la mayoría de los talleres y laboratorios de “creación colectiva” en la Ciudad de México, generalmente no alcanzan la calidad necesaria para ser considerados como arte dramático; sin embargo, se exhiben de un festival a otro, donde se reparten premios a granel y a nadie parece importarle, ya no elevar el nivel de calidad, sino crear los medios para un asesoramiento real y significativo que guíe la voluntad de hacer de los jóvenes hacia los terrenos profesionales del arte y no los deje atascados en el limbo de lo amateur pero sobrepasados por una actitud pretenciosa.
En el mundo y la historia hay ejemplos suficientes de artistas que elaboraron espectáculos ricos en mensaje y emotividad, como Samuel Beckett, Luis Valdéz o la misma Pina Bausch en danza; como lo hace la compañía Theater PAN.OPTIKUM, James Thiérrée o el mismo Romeo Castellucci, entre muchos otros; con formas y sentidos diversos, pero el mismo principio: amalgamar un discurso con un efecto emotivo profundo, sirviéndose de la reflexión crítica pero también de la practicidad de los elementos espectaculares. Su apuesta no es hacia la supresión del sentido o el significado sino más bien hacia la multiplicidad del sentido, hacia la resignificación estética. Por lo anterior, es inaceptable que no existan las condiciones ni la voluntad de crear una industria que compita mundial y dignamente, que otorgue un horizonte sin líneas tendenciosas, personales o absurdas, a quienes realizan y están interesados en las artes escénicas.
El teatro como arte metaforiza los deseos vitales universales del ser humano en un espacio comunitario, mediante un lenguaje poético en un contexto simbólico. El teatro se hace de la resignificación de los signos y símbolos que conforman la realidad del hombre; esto por medio de la mimesis que denomina, a partir de Aristóteles, la imitación de la naturaleza como fin esencial del arte[6]. En tanto que la mimesis es un acto instintivo, inherente y connatural al hombre, que produce un aprendizaje significativo, a partir de la comprensión mitológica de un acontecimiento individual, general o concreto; la “Representación” implica además la iniciativa racional, reflexiva y consciente, de dicho suceso instintivo: la reconfiguración de una prefiguración, que es expresada mediante una acción y un discurso; y que está irremediablemente circunscrita a la trinidad conformada por el tiempo, el espacio y la acción. Dicha reconfiguración busca manifestar o hallar una Verdad, pero no sólo en el discurso explícito de la construcción escénica o del diálogo de o entre los personajes -que revela el sentido esencial de la obra-, sino que trata de empatar y vincular la noción de verdad individual con el presentimiento de una verdad universal para hacerla común a los seres humanos o ser destruidos en el intento, como sucede con los héroes en los mitos, cuyo equivalente moderno se encuentra actualizado en el artista. Para tal fin utiliza lenguajes de otros saberes (artísticos o de otras áreas del conocimiento), y se vale de sus particularidades para conformar el espectáculo teatral que genera una comunicación estética que a su vez permite la renovación de normas convenidas, la destrucción de convenciones obsoletas y la creación de nuevas formas de lo erótico, tanático y psicológico, alcanzando niveles comunicativos conscientes e inconscientes.
El teatro es también un fenómeno de relaciones, de interacción e interrelación entre las partes y el todo: entre la figura y la forma; entre quien representa, la representación y lo representado; entre el creador, el objeto artístico y el público. En el acontecer escénico, el tiempo, el espacio y la acción dramática están ficcionados, es decir, son llevados al tiempo mítico o metahistórico donde el espectador confronta simbólicamente los estímulos que percibe con la evocación o expresión de su historia personal[7]. Distinto por ejemplo, de lo que en México se conoce como performance o “teatralidades expandidas” en el cuales no hay ficción, ni convención (aparentemente) y se utilizan los elementos del contexto histórico en que se encuentra el espectador para generar una comprensión del presente a través de múltiples conexiones con el exterior, (que) tienen sentido en la medida en que han roto con el esquema obra-director-público.[8] Sin embargo, dicho esquema no se rompe, únicamente ocurre una sustitución ideológica ya que las relaciones de poder siguen siendo las mismas; basta con acercarse a sus dinámicas de trabajo para ver que hay un público específico al que se dirigen, una configuración del contexto y un tercer ojo que rige desde su corriente de pensamiento o poética.
Por su parte, el teatro se proyecta más allá de sus lindes, rompe la temporalidad del hombre que es finitud y nos lleva a la dimensión donde el tiempo se disuelve; nos sumerge en el espacio infinito de la resignificación y allí lo aparente, lo concreto y lo abstracto, se rediseñan en un diálogo hermenéutico de comunicación, relación, afirmación y contraposición de horizontes que suceden en el devenir del acontecimiento escénico entre el creador, la creación y la presencia activa del espectador que proviene de una percepción que nunca es pasiva, es decir, que su participación precisamente como ser que “especta” forma parte de ambos procesos a un mismo tiempo y genera la condición de “empatía”[9] necesaria para componer el espacio escénico donde se desarrolla el espectáculo; siendo distinto del objeto artístico en sí, se encuentra indisolublemente ligado a éste en su fin primordial: conmover.
“El espacio escénico o visual abarca la sala y la escena y los dilemas comienzan cuando la percepción revela al sujeto que no es lo que ve sino lo que evoca o expresa su historia personal. Lo que percibo no es una proposición, ni una frase ni un hecho sólo una imagen que es inteligible…
Esta declaración es abstracta, pero lo que veo es concreto. Hago una abducción o conjetura o una hipótesis siempre que expreso lo que veo…
En definitiva, siempre todos los canales participan, se inmiscuyen, se suplantan, se interfieren en las artes performativas.
La variedad de miradas sobre la escena no muestra un enfoque teórico totalizador sino un tenaz reconocimiento de cargas semánticas…[10] 
El objeto artístico y el espectador, aun cuando conservan su individualidad, su identidad y su materialidad, a nivel subconsciente forman una misma entidad, un mismo acontecimiento. Uno es reflejo del otro. Uno es necesario para el otro. De allí que los roles activos y pasivos se encuentren fluctuando entre la escenificación y el público, independientemente de la tendencia o estilo mediante el cual se configure el espectáculo, el accionar escénico o la teatralidad. Así, cada acontecimiento escénico es una multiplicidad de acontecimientos, debido a la percepción del receptor con el que se confronta la obra y la propia naturaleza efímera del teatro. También, la obra en sí misma es distinta a causa de la naturaleza de su hechura la cual se constituye cada vez desde la virtualidad de la idea hasta su conclusión en el proceso reflexivo del espectador.
La naturaleza del teatro es catártica, conduce hacia la iluminación, la reflexión, la razón, por medio de un trance emotivo lúcido y consciente que, independiente de los roles que se propongan, invita al público a participar del proceso Experiencia-Reflexión-Conciencia; de esa manera el espectador cierra el círculo de lo cognoscible (concentración de la atención en un acontecimiento), lo simbólico (resignificación compartida de una idea) y lo técnico (convención escénica), de la representación dramática. Respecto a la participación físicamente activa dentro del acontecimiento teatral (actores, iluminadores, sonorizadores, público, etc.), cuando se habla de energía, no tiene nada que ver con características sobrenaturales o fantásticas; el concepto se refiere al proceso creativo que lleva la conciencia de retorno a la experimentación a partir de la abstracción. Sólo así, queda completo el acontecimiento de reconfiguración simbólica que es un fenómeno universal de experiencia y consciencia, que va del objeto artístico (la escenificación, el espectáculo) al espectador y a partir de éste influye en la vida para volver al artista y desdoblarse en una nueva creación individual.
Siendo tal proceso exclusivamente humano, no se detiene en el plano instintivo; la particularidad del teatro es que, por su sentido de comunión, no sólo se trata de un objeto artístico al que hay que contemplar y sobre el que hay que volcar una emoción o una reflexión personal, sino que, uno: el objeto artístico no sólo es el objeto en sí, es decir, el objeto artístico no es la mera escenificación, no son los elementos que conforman un montaje o puesta en escena; en el teatro, el objeto artístico es la entidad conformada por el proceso que incluye la acción (multisensorialidad que genera la emoción) y la reflexión y consciencia de la existencia; dos: dicho acontecimiento sucede en distintos niveles (inconsciente, consciente, subconsciente; físico, psicológico, mental, espiritual, metafísico; simbólico, alegórico, poético, meramente lingüístico; etc.), y en diversos   sentidos (erótico, tanático, psicológico: trágico, cómico, fársico, melodramático, tragicómico, didáctico, patético;.). Así, ocurre al mismo tiempo en el creador, el evento y el espectador; de allí que al cerrar el acontecimiento ninguno de los tres vuelve a ser igual, como en el mito del viaje: El que se va, nunca vuelve. O para decirlo de otra forma: el creador nunca será el mismo de una obra a otra; el acontecimiento dramático nunca será el mismo de una presentación a otra; y el espectador aunque vea la misma obra en mil ocasiones distintas, participará cada vez de un diferente acontecimiento dramático (esto que es común a todo el cosmos desde la visión de la Física como ciencia, se vuelve una cualidad particular del teatro porque éste intenta ser el reflejo de dicho acontecimiento natural por medio de una intencionalidad al momento de crear el objeto artístico). Y, tres: es un arte que exige la participación desde una comunicación comunitaria y que tiene un aspecto ritual secular que cumple una función social como ente catalizador y catártico de las esencias humanas; de allí que obras como Edipo de Sófocles sigan comunicándonos algo acerca de -y relacionándose con- la naturaleza de las tendencias de carácter que compartimos como seres humanos. La importancia de la literatura dramática, a pesar de la deficiente representación de un texto, radica en que logra transmitir su poder únicamente con el alcance de la palabra, como sucede en la mayoría de los casos cuando se escenifica a los clásicos. Así, podemos ver a Hamlet convertido al género femenino o Macbeth dentro de una oficina o versiones post-apocalípticas y pseudo anárquicas de Antígona, casos en los cuales el texto dramático se sostiene a pesar de los ineficaces e incongruentes elementos del contexto histórico que se utilizan pretendiendo así generar en el espectador una comprensión del presente a través de conexiones con el exterior. De manera similar, podemos encontrar en las teatralidades expandidas la supresión de las características teatrales ponderando el panfleto político y social, negándose a aceptar que el teatro no es “un hecho social sino artístico el cual no debe atender una demanda social pero si es una necesidad social”[11].
Tal vez a causa de charlatanes y espectadores pusilánimes, pienso en ciertas vertientes de las artes escénicas como un intento de elevar el léxico ordinario a un lenguaje artístico. Desde mi perspectiva, es tanto como asegurar que las expresiones que utilizamos de manera corriente son poesía. Aunque cada frase o palabra, por ordinarias que sean, son susceptibles de adquirir un sentido poético, no son poéticas por sí mismas; ni se es poeta sólo por utilizarlas en un contexto supuestamente artístico, ya que al arte le es inherente un proceso de resignificación, que es una abstracción de la experiencia y representación del mundo de la vida. Esta abstracción que nos muestra y confronta con las formas espirituales, sociales y universales del hombre en su experiencia del existir y el percibir la realidad, es la materia de trabajo del artista; dando como resultado la obra de arte. El artista se confronta con la realidad que está más allá de la relatividad moral particular. La obra artística tiene la función de comunicar al otro los resultados de la búsqueda íntima y descarnada de la Verdad ulterior, desconocida e inapropiable, pero presentida, que nos relaciona con el otro. El artista y su obra siempre habrán de comunicar, en el sentido en el que hablaba Tomás Segovia: “como aquello que está implícito por cómo y cuándo sucede, por contacto o contexto con lo que le rodea, que se encuentra dentro el lenguaje y que desencadena reacciones fuera[12].
En México -sobre todo en el teatro universitario profesional y estudiantil-, ha permeado la falsa idea de que el acontecimiento teatral es un acto de erudición despersonalizada, de intelectualismo déspota, donde la comunicación no sólo está fracturada, sino que está prohibida. Las obras universitarias están plagadas de ejercicios escénicos y parafernalias muy costosas que dan la sensación plástica de dinamismo, pero que son pobres en sentido, como si los “creadores” no supieran diferenciar entre las posibilidades de un ensayo y las de un espacio escénico. Esto en gran medida propiciado por una formación académica muy limitada respecto a los diversos aspectos del oficio teatral. La forma de atacar los conceptos o las propuestas no sucede desde la interrelación individual -como ser humano- del artista con la existencia; ni siquiera a partir de la relación del artista como ser social o histórico, más bien, a partir de formalismos sin contenido, desde un  enciclopedismo moralista que insiste en proponer un arte para nadie y que coloca al artista en el puesto de predicador del discurso vanguardista de moda, que repite locuciones sin posibilidad de cuestionamiento a través de un vacuo automatismo plagado de panfletos e ideologías sensibleras a la orden de los especuladores del mercado cuya ideología apunta hacia la supresión del sentido.
Asimismo, especialmente desde J. Grotowski, se considera que la eliminación de elementos espectaculares propios del arte escénico a través de la historia como los principios de la perspectiva escenográfica, el diseño sonoro, de iluminación o vestuario entre otros (explotados por el llamado “teatro comercial”), son el medio para crear un teatro “más artístico”. Parece que la utilización de dichos elementos es sacrilegio y cualquiera que eche mano de ellos está vetado o excomulgado del “Olimpo dramático” donde perduran las “miradas descentradas, deconstruídas e ilustradas”, que representan el intelectualismo teatral esnob. En su lugar, la espectacularidad performativa proviene de la irresponsable exposición de los actores a situaciones que ponen en riesgo su integridad personal, en aras de un discurso insustancial y presuntuoso argumentado de “orgánico”; confundiendo lo verídico (la convención establecida; discurso de la abstracción) con lo genuino; lo genuino (aquella abstracción que tiene su referente directo en la realidad concreta) con lo verdadero; y, lo verdadero (la experiencia fenomenológica de la realidad concreta) con lo verídico.
Otro caso es el de las producciones millonarias que presentan armatostes rimbombantes, aunque nada prácticos pues no tienen ni generan relación alguna con la obra, el espectador o el discurso (argumento); que aportan poco al acontecimiento dramático y que únicamente sirven para el lucimiento personal. También están las obras de teatro que no logran sobrepasar la literalidad del texto y, por el contrario, exhiben las amorfas percepciones personales de sus directores que, desesperados por ser catalogados como “auténticos” (auténticos posmodernos, posmodernos auténticos o legítimos auténticos posdramáticos), mezclan referentes, distorsionan argumentos y tergiversan obras dramáticas en una maniática actitud deconstructivista. Así, lo único claro es que el teatro en México, específicamente en la Ciudad de México -ahora más que nunca- necesita de la literatura dramática, del estudio serio de la teoría dramática y la estética de la representación. Mientras tanto, estos grupos, compañías y creadores escénicos siguen recibiendo presupuestos importantes y foros significativos por un trabajo que no sólo queda incompleto, sino que además no tiene intenciones de llegar a un fin; van a través de los financiamientos y las becas tratando al objeto artístico como objeto de estudio de una “ciencia dura”, pero al terminar el tiempo de ejercicio y experimentación, nadie les exige los resultados de su tesis o “búsqueda”. Con la tentativa de llegar a la especialización y crear una vanguardia suscitan la ambigüedad, la impostación y lo que en teatro se conoce como: ilustrar la escena; generan el engaño, la mentira y la estafa. Lo que se desprende de estos supuestos actos de “verdad escénica”, que intentan eliminar las fronteras entre presentación y representación, es una hipócrita, vulgar, sobreactuada, melodramática y cursi intentona de hacer pasar por universal, una inquietud personal superflua; de hacer pasar por teatro culto o de culto, una pobre representación carente de imaginación e inspiración. De esta forma engañan y manipulan tanto al público interesado en propuestas novedosas y ávido de arte teatral, como a las jóvenes generaciones de estudiantes.
Se intenta sostener una tendencia a través de ideas absurdas y francamente ridículas como el “no-teatro”, “el no-actor” o la supresión de las características del drama y la literatura, por ejemplo; fraudes patrocinados por las instituciones oficiales que, durante años y bajo el pretexto de que las artes escénicas son un “organismo vivo” que tiene un “proceso activo” que intenta romper con los conceptos básicos de la muy devaluada tradición teatral, no presentan obras como tal sino “working progress” o ineficaces ejercicios pobremente sustentados en la sociología, el periodismo y las prácticas documentales; como si las obras de Arthur Miller, Ibsen o Usigli, por poner algunos ejemplos, no tuvieran la cualidad de actualizar su sentido y ya sólo fueran palabras muertas sin ninguna posibilidad de comunicarse ni relacionarse con los hombres y mujeres contemporáneos o del futuro.
Los planteamientos antes mencionados pretenden explicar el tránsito prefiguración-configuración-reconfiguración, que conduce hacia la creación y experimentación de un acontecimiento escénico en su calidad de comunicación, comunión, empatía y mimesis, que forman parte tanto del creador como del espectador y que explotan en la acción escénica y el discurso, dada la condición de pluralidad para relacionarse con lo que hay de igualdad y distinción entre seres humanos. No es otra cosa el teatro, sino la reconfiguración de dicho principio vital:
“La pluralidad humana, básica condición tanto de la acción como del discurso, tienen el doble carácter de igualdad y distinción. Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y prever el para el futuro las necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso ni la acción para entenderse. Signos y sonidos bastarían para comunicar las necesidades inmediatas e idénticas”[13].
Con todo, el tiempo siempre sitúa las cosas en su lugar y aquellos falsarios que tienden a la supresión y la negación, cualquiera que sea la disciplina artística, serán suprimidos por la historia; y aquellos creadores que se preocupan y tienen respeto por su labor, por el público y en este caso, por el teatro, no sólo habrán de ser apariencia, sino presencia vital en la conciencia humana como sujetos formadores de sentido.





[1] Paul Ricoeur, Tiempo y narración (México: Siglo XXI, 1995):
Mimesis I.- Prefiguración. Estructura pre-narrativa de la acción.
Mimesis II.- Configuración. Texto mimético
Mimesis III.- Refiguración. Configuración mimética de la experiencia

[2] N. A. Explico a qué me refiero cuando hablo de “Espectador” y “Espectar”, términos que utilizaré en adelante:
Espectador: persona que participa de un acontecimiento cualquiera, en forma sensitiva, emocional, racional, psíquica, en un estado de comunión que establece con los actantes -mediante el proceso hermenéutico de preinterpretacion, interpretacion y resignificación del fenómeno social- que deviene en conciencia con una amplitud del sentido de Verdad del Mundo de la vida (hechos, valores, vivencias) en su accionar cotidiano. En este orden de ideas, lleva en sí la carga simbólica del héroe y en ese mismo sentido es un artista, de allí que su participación nunca sea realmente pasiva.
Espectar es el trance lúcido y consciente que implica el enfrentamiento de horizontes hermenéuticos para apropiarse de saberes que rediseñen los significados y actualicen los sentidos fenomenológicos del Mundo de la vida.
[3] Hannah Arendt. La condición humana (Paidós Surcos 15. España 2005), 206.
[4] Patricio de Azcaráte, Obras de Aristóteles (Madrid 1875, tomo 10), 162-164.
[5] Ibídem, 208.
[6] Diccionario de la Lengua española Online, http://www.rae.es/
[7] Ana Goutman, La semiótica visual en las artes performativas: danza y teatro (10º Congreso de la Asociación Internacional de Semiótica visual. AISV-IAVS, 2012. Buenos Aires Argentina).
[8] Rubén Ortiz, en “Teatralidades expandidas” por Carlos Rodríguez (La Tempestad. Artes escénicas, 20 de enero de 2016), http://latempestad.mx/
[9] Stanford Encyclopedia of Philosophy, “empathy”, plato.stanford.edu.(31 de marzo de 2008): A partir del gr. ἐμπάθεια “empátheia”. La capacidad cognitiva de percibir, en un contexto común, lo que otro ser puede sentir. También descrita como un sentimiento de participación afectiva de una persona en la realidad que afecta a otra.
[10] Ana Goutman, La semiótica visual en las artes performativas: danza y teatro (10º Congreso de la Asociación Internacional de Semiótica visual. AISV-IAVS, 2012. Buenos Aires Argentina).
[11] Fernando Martínez Monroy, “Vive la Cultura Tampico” (26 marzo, 2013).
[12] Tomás Segovia, “Profesión de fe”, Revista de la Universidad de México [en línea], (No. 48, febrero 2008), http://www.revistadelauniversidad.unam.mx, (Consultado en 2012).
[13] Hannah Arendt, La condición humana (Paidós, Surcos 15. España 2005) 205.

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